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La semana pasada entró mi hija a mi cuarto de baño preguntándome si tenía alguna toalla sanitaria que le prestara. A mis 55 años —después de un año y cuatro meses de mi última regla— me reí por lo bajo y me llené de ternura: olvidó que los años pasan sobre su madre y que ya entré de lleno en la menopausia. No me lo van a creer, pero esa anécdota la conté la semana pasada en una mesa de amigos escritores, poetas y periodistas después de la presentación de Libros alegres del querido Armando González Torres y a raíz del bellísimo abanico y de la palabra “menopausia” pronunciada por su dueña, la gran Ana Clavel. Los celebrantes se entusiasmaron cuando les referí que el abanico —derivado de “abanar” o hacer aire con el abano— fue en el pasado un medio de expresión. En sus comienzos eran elaborados con hojas de palma, seda o plumas de avestruz hasta convertirse en un objeto elegante con alma de varillas, diversas telas, encajes y pinturas.

Su uso primitivo se extendió desde China hacia Europa y luego a América. Con los “miosobas” se ahuyentaban animalitos mientras se tomaban los alimentos. Los “ripis” atenazaban el fuego. Los “psigmas” atenienses eran empleados por ambos sexos. La costumbre griega mandaba que los hombres debían abanicar a las mujeres para refrescarlas en la siesta como muestra de amor ¡o penitencia! En el siglo IV se utilizaban en la liturgia católica para ahuyentar a los insectos de las copas donde reposaba el vino que sería transformado en la Sangre de Cristo. A ese tipo de abanico se le llamó “flabelo” y se elaboraba con plumas de aves. El abanillo plegable se inventó en Corea en el siglo IX y se extendió por toda Europa. 

En el siglo XVIII alcanzó su máximo esplendor al ser utilizado como un accesorio de prestigio social y un medio para transmitir mensajes ocultos, de coqueteo, fervor y juego entre amantes. Tal apogeo alcanzó el abanico que se abrieron escuelas para enseñar su arte: su empleo, significado, expresiones e insinuaciones durante el baile. Detrás de medio rostro cubierto por un abanico se puede disimular un rubor no apropiado, lanzar cotilleos, audacias y confidencias, acercar los rostros y atacar con miradas de fuego. La comunicación llegó a ser tan sofisticada que se crearon alfabetos basados en clave morse o en las letras de la ouija. Algunos dependían de las posiciones de los manos aunados con leves golpes en la frente, corazón, hombro o boca. El lenguaje español del abanico consistía en más de 50 gestos que correspondían a mensajes tales como: te desprecio, vete, estoy enojada, no puedo hablar aquí, guarda el secreto, silencio, me gustas mucho, te pienso, sígueme. Te amo. Soy tuya para toda la vida. 

El gran Pessoa sabía de esto y escribió cuatro líneas poderosas en un poema intitulado “Desplegaste el abanico”:

Desplegaste el abanico

y no lo estás a agitar.

Amor que piensa y piensa

comienza o va a terminar.

Querido lector, deje de pensar, agite su abanico y dígale lo que no se ha atrevido a decirle.