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“Fuera de México todo es Cuautitlán”, se decía inquinosamente hace algún tiempo para marcar la distancia que había entre el desarrollo y la calidad de vida de la Ciudad de México y los del resto de la República, eso que extrañamente se llamaba, y se sigue llamando, “El Interior”.

A El Interior se aludía como una periferia provinciana, pobre, impresentable frente a la joya del país, llamada entonces El Distrito Federal.

Hablo de tiempos viejos, prehistóricos diría, no porque sean tan lejanos en el tiempo, sino porque hablan de una época radicalmente distinta a la que rige hoy el enorme, diverso, país llamado México.

En las últimas décadas del siglo XX, pero sobre todo en las que van del XXI, en parte con la irrupción de la democracia, aquella gran ciudad primada de la República fue perdiendo las ventajas que tenía sobre las otras.

Algo hicieron bien las otras regiones, pero algo dejó de hacer la Ciudad de México para ver reducidas sus enormes ventajas de ciudad reina, pues concentraba en proporciones desorbitadas los recursos necesarios para desarrollarse más rápido y mejor que ningún otro lugar de la República.

Era la sede abrumadora del poder político, de los enclaves industriales, del contacto con el mundo, de los centros de educación y finanzas, de todo lo que se llama ahora capital físico, capital humano y capital social.

Su historia de las últimas décadas no fue, sin embargo, la de un salto a la modernidad y al desarrollo proporcional a sus recursos, sino el de rendimientos de una ciudad de media tabla, tanto en expansión económica como en ampliación de su centralidad nacional, de su conexión con el mundo, de sus ventajas educativas y de su capacidad de absorción demográfica y social.

Comparada con los recursos de arranque, digamos en 1980, los rendimientos de la Ciudad de México han sido menores a los de ciudades del Occidente, el Bajío, el Centro, el Norte industrial o los enclaves turísticos del Caribe y el Pacífico.

La Ciudad de México sigue siendo la joya mayor de la corona, pero ya no es la única, ni la de vanguardia, ni la más prometedora para el futuro.

¿Qué pasó? No lo sé. Pero quizá algo tuvo que ver en esto la continuidad, desde 1997, de gobiernos capitalinos que pensaron más en cómo asegurar la lealtad política de la urbe que en cómo lanzarla a la modernidad para la que estaba preparada.