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Esta es la quinta edición del también llamado ‘Pride’ en Tapachula, en Chiapas, y concluyó con una concentración en el parque local ‘Miguel Hidalgo’
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El ciclón Otis pasó, pero la tragedia de Acapulco apenas empieza.

Hay que distinguir entre los daños del ciclón y la tragedia en curso dejada por sus daños. El ciclón no tenía remedio, nadie hubiera podido evitarlo, aminorar su furia, pero la tragedia sí: el gobierno y la sociedad mexicana pueden atacar los daños que Otis dejó y aminorar sus efectos.

Desconocemos el daño mayor de Otis que es el número de muertos, heridos y desaparecidos: el daño humano.

Al escribir estas líneas las cifras oficiales eran de 48 muertos y 36 desaparecidos. Sabemos, por la simple visión de lo arrasado, que son muchos más. Y que la falta de luz, agua, comida, medicinas, seguridad, lo agrava todo, puede volver un infierno lo que ya es una pesadilla.

Sabemos que la cuenta de la desgracia sigue su curso de precariedad, enfermedad y muerte. Sabemos también que Acapulco, el Acapulco que conocemos, dejó de existir, y que no volverá a la vida en mucho tiempo.

Otis destruyó no sólo lo mucho o lo poco que tenía cada quien en Acapulco, sino el corazón mismo de la vida de la ciudad, su sector turístico y todo lo asociado a él: hoteles, condominios, empleos, servicios, comercios, mercados legales e ilegales y hasta el crimen.

El hecho puro y duro es que México perdió de un golpe una ciudad de 800 mil habitantes, pero los 800 mil habitantes siguen viviendo en la ciudad destruida, que ya no tiene cómo sostenerse, pues ha perdido el motor de su vida material.

El ciclón pasó, lo que queda es esta ciudad arrasada con sus habitantes perdidos en ella, presos entre la desesperación y la rapiña, viejos recién nacidos entre un nuevo presente amargo y un futuro inexistente.

Acapulco necesita lo que no ha recibido: un llamado nacional de reconstrucción, una cruzada de gobierno y sociedad con dinero, inteligencia y acciones suficientes para contener la tragedia.

No es eso lo que estamos viendo, sino una rencilla, una batalla. Vemos a un Presidente irritado, que quiere controlarlo y callarlo todo, y que no ha convocado a lo elemental: la solidaridad de la nación con la tragedia que cruza por Acapulco después de Otis.