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Para quienes, como los vándalos que la emprendieron el sábado contra Palacio Nacional (frente a los pacíficos marchistas #43×43), medran política y económicamente de asesinatos y desapariciones, el caso Iguala parece haberles caído como golpe de suerte al pegarle a un supermelate.

“Un muertito por el amor de Dios” es el clamor, tan vergonzante como infame, implícito en “la lucha” de agrupaciones cuyo giro “justiciero” no es la solución sino el mantenimiento de problemas, y que enarbolan causas legítimas como fachada.

El gobernador interino de Guerrero, Rogelio Ortega, ilustraba el sábado la miserable condición ética de quienes, con la coartada del drama ocurrido en Iguala, se meten por ejemplo al mercado de Chilpancingo a comer y se van sin pagar a los modestos locatarios.

¿Y qué tal el saqueo de todo tipo de tiendas, la quema de vehículos, las extorsiones en las carreteras?

Grave momento éste, y peor cuando a los problemas acumulados viene a añadirse el de quienes, en vez de realizar explicables actos de protesta, se revelan, también, como criminales…

 

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