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Durante el pasado fin de semana me puse en contacto con una de mis deidades literarias: el irlandés Jonathan Swift (1667-1745), el primer autor de humor negro que leí en mi vida. Autor de ‘Los Viajes de Gulliver, obra que, prejuiciosamente, etiqueté como infantil sin haberla leído. Fue en 1967 cuando se me reveló Jonathan en una antología del humor negro que incluyó su cuento: ‘Una modesta proposición’, creación de gran agudeza y de una inteligente ironía por medio de la cual desenmascara la hipocresía y vileza del ser humano, no sólo de su época; Swift es universal en el tiempo y el espacio. Su narrativa mantiene una vigencia contemporánea pues defiende la razón ante un mundo que parece despreciar su uso.

Resulta que el pasado jueves llegó a mis manos un desconocido –para mí- libro del autor irlandés del que estoy escribiendo, con el atractivo nombre de ‘El arte de la mentira política’, edición especial de Orbilibros 2018, para librerías Gandhi S. A. de C.V. Su contenido, prácticamente actual, me interesó al grado que al concluir su lectura pensé hacer una glosa de la publicación en mi columna de hoy. Reproducir conceptos como este: “Para restablecer su credibilidad y su autoridad, un partido (político) acordará no decir ni publicar nada durante tres meses, que no sea verdadero; este es el mejor medio para adquirir el derecho de difundir mentiras durante los siguientes seis meses. Sin embargo, el autor confiesa, que resulta casi imposible encontrar personas capaces de ejecutar este proyecto”.

Quise hacer una introducción, del comentario del libro arriba mencionado, invocando algunas ideas que el autor expone en la susodicha narración: ‘Una modesta proposición’, para lo cual la volví a leer y encontré que el texto parece escrito en el México reciente y viene muy a propósito del Día del Niño. Ya habrá tiempo para glosar ‘El Arte de la mentira’.

‘Una modesta proposición’, sucede en una temporada de hambruna en Irlanda, el autor describe cómo pasean por la ciudad o viajan por el campo, andrajosas mujeres seguidas de “tres, cuatro o seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna”.

Más adelante cuenta lo que le ha asegurado “un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño saludable y bien criado constituye, al año de edad, el alimento más delicioso, nutritivo y comerciable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido; y yo no dudo que servirá lo mismo en un fricasé o un guisado”.

Su humilde y modesta propuesta consiste en reservar 100 mil niños menores de un año para “ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del reino, aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa (…).

Concedo que este manjar resultará algo costoso y será, por lo tanto, muy adecuado para terratenientes, que ya han devorado a la mayoría de los padres (…).

Yo declaro, con toda la sinceridad de mi corazón, que no tengo el menor interés personal en esforzarme para promover esta obra necesaria, y que no me impulsa otro motivo que procurar el bien de mi patria desarrollando nuestro comercio, cuidando de los niños, aliviando al pobre y dando algún placer al rico. No tengo hijos por los que pueda proponerme obtener un solo penique, el más joven tiene nueve años y mi mujer ya no es fecunda”.

AMLO y Juanga

Cambiando radicalmente de tema y de época, haremos acto de presencia en una de las recientes conferencias mañaneras presidenciales donde una reportera con muy mal gusto, falta de tino y respeto, interrogó –con una pésima sintaxis- al presidente López Obrador.

Sin el menor rubor lo inquirió así (compuse un poco su articulación con el fin de entenderle). “Queremos saber si a usted le presentaron una carta para que reaparezca Juan Gabriel. ¿Por qué se lo pregunto? Pues, porque cuando él falleció, bueno la supuesta muerte, incluso hubo por parte de la administración anterior se utilizaron (sic) un avión de la Fuerza Aérea Mexicana y también se utilizó el hangar presidencial. Él en esta carta le está pidiendo que usted interceda para que él pueda reaparecer. Usted ya tiene en su poder esa carta y de qué manera puede responder a esta pregunta. Gracias”.

Perplejo, con cara de vergüenza ajena, Andrés Manuel le respondió en forma inmerecida, es decir, de manera decente: “Acerca del tema de Juan Gabriel. No lo evado. Lo trato porque es una persona, esté vivo o esté muerto, excepcional. Extraordinario. Un gran artista. Es amor eterno”. (Y siguió elogiando por su cuenta al autor de “Ni Temo, ni Chente, Francisco para presidente”.)

Inspirado, el autor de esta columna quiere ponerle un colofón musical a la misma con una letra de su creación a la canción de Juan Gabriel: “Buenos días, señor Sol”. Mi letrilla titulada: “Buenos días, cuarta transformación.” Dice así: Todas las mañanas en hora muy temprana informo yo./ De mil pendejadas en otro día más./ Hoy como otros días yo seguiré teniendo la razón./ No soy camaján y menos machuchón./ Buenos días prensa amiga, buenos días los fifís./ Buenos días a la grilla de la cuarta transformación./ Yo seguiré teniendo la razón./ Yo seguiré teniendo la razón./ Buenos días.