
Costa Rica, que durante décadas ha sido referente regional de estabilidad, institucionalidad y libertad, comienza a mostrar síntomas alarmantes de deterioro
El viernes pasado visité un país que está muy cerca de mi corazón: Costa Rica.
Regresé a Panamá preocupado.
Mi impresión, tras diversas conversaciones y observaciones directas, es que Costa Rica atraviesa uno de los momentos más críticos de su historia democrática reciente. Un país que durante décadas ha sido referente regional de estabilidad, institucionalidad y libertad, comienza a mostrar síntomas alarmantes de deterioro.
El gobierno del presidente Rodrigo Chaves ha impulsado un estilo autoritario, confrontacional y personalista que erosiona progresivamente los pilares del Estado de derecho. Sus ataques a la prensa independiente, los órganos constitucionales autónomos como el Tribunal Supremo de Elecciones y la Contraloría General de la República, y su presión directa sobre el Ministerio Público no son hechos aislados: configuran una estrategia deliberada de concentración de poder.
Aunque Costa Rica aún conserva su estatus de “democracia plena” según el prestigioso Índice de The Economist —junto a Uruguay, las únicas en América Latina—, la creciente polarización política, el debilitamiento institucional y el uso recurrente de discursos estigmatizantes contra la oposición, la prensa y la justicia plantean un escenario inquietante. El riesgo de una deriva hacia un régimen híbrido, con apariencia democrática pero prácticas autoritarias, es real.
La situación económica tampoco ayuda. Aunque la inflación interanual se ubicó en un bajo 0.84 por ciento a fines de 2024, el alto costo de vida continúa siendo una pesada carga para los hogares costarricenses. Estudios recientes muestran que productos básicos como transporte, lácteos y bebidas alcohólicas son notablemente más caros que en otros países de América Latina y de la OCDE. Esta tensión económica alimenta el descontento social y puede ser fácilmente instrumentalizada con fines populistas.
A ello se suma el agravamiento de la inseguridad, alimentada por el avance del narcotráfico y el crimen organizado, que han penetrado territorios y estructuras locales. La percepción de inseguridad ciudadana ha escalado, y con ella, la pérdida de confianza en la capacidad del Estado para responder eficazmente.
En este contexto, la elección presidencial y legislativa de 2026 no será una elección más. Estará en juego mucho más que la alternancia en el poder. Lo que se definirá en las urnas será el tipo de régimen político que desean preservar los ticos: uno basado en instituciones sólidas, libertades civiles y equilibrio de poderes, o uno sustentado en el poder concentrado de una figura personalista, con tentaciones autoritarias.
Costa Rica enfrenta una encrucijada crítica. Las tensiones entre el Ejecutivo y los demás poderes del Estado, el deterioro del respeto a la prensa libre, la expansión de la inseguridad y los desafíos económicos, ponen en riesgo los pilares de una democracia que ha sido ejemplo en la región.
Por ello, es imperativo que la ciudadanía, los partidos políticos, los sectores empresariales y la sociedad civil actúen con responsabilidad y visión de futuro. Fortalecer la institucionalidad, respetar la separación de poderes y garantizar la libertad de expresión son condiciones esenciales para preservar la estabilidad y el bienestar del país.
Costa Rica ha sido, durante décadas, un faro democrático en América Latina, especialmente en una región como Centroamérica, marcada por la fragilidad institucional y la violencia política. Si su democracia se debilita, el impacto trasciende lo nacional: será una pérdida para toda la región.
La historia nos recuerda que la democracia puede tardar décadas en construirse, pero puede perderse en un abrir y cerrar de ojos. Reflexionemos. Porque algo huele mal en Costa Rica.