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Las elecciones de Francia son una buena lección para México. En un escenario de competidores tan fragmentado como el mexicano, han permitido triunfar a un candidato inesperado, independiente respecto de las estructuras partidarias y esperanzador como un hombre que no pertenece a ellas ni carga su desprestigio.

No solo eso, sino que las elecciones francesas produjeron un ganador absoluto con 66 por ciento de los votos, en un escenario donde ninguno de los partidos ni de los contendientes podía alcanzar más de 30 por ciento.

Allá, como acá, como en cualquier sistema presidencialista, un presidente de minoría en la votación general y en el Congreso no puede sino dar a luz gobiernos débiles, que quedan a merced de sus oposiciones.

Lo que permitió convertir la fragmentada elección francesa en la victoria contundente de uno de sus candidatos es, desde luego, el mecanismo de la segunda vuelta, el que la democracia mexicana abomina. Uno de sus infaustos tabús.

En busca de gobiernos estables y sólidos, el sistema electoral francés contempla también unas elecciones legislativas con segunda vuelta, a celebrarse  dentro de unas semanas, cuando ya el presidente haya tomado posesión del cargo.

Ahí los votantes podrán votar o no en favor del presidente ya electo y darle la mayoría también en el Congreso, o retirársela, si así lo prefieren.

La cuestión clave es que en cada uno de los pasos son los electores quienes tienen opciones para hacer que su voto cuente, al punto de que pueden cambiar de opinión, y confirmar o corregir su voto.

Son votantes más libres y soberanos que otros, y tienden a producir gobiernos estables. Gana el votante y gana la gobernabilidad.

El ganador de estas elecciones francesas es un hombre ilustrado, joven, europeísta y liberal, una verdadera nueva estrella de la política europea. Bien para Francia, bien para Europa.

Lo interesante para países como México es la forma en que el mecanismo de la segunda vuelta reconoce la fragmentación real de los partidos en la primera elección, pero la resuelve en la segunda.

Da varias opciones a los votantes llevándolos siempre a una decisión mayoritaria, al tiempo que rescata a la democracia representativa de uno de los males que suelen atacarla y pueden destruirla: la pluralidad que pulveriza la representación y drena la legitimidad.

Eso que pasa en México.