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Escuché las sirenas en Insurgentes, leí unos tuits, me puse la chamarra y caminé a Ciudad Universitaria. Noche de sábado. Algo grave estaría ocurriendo por la cantidad de camionetas con policías que volaban rumbo a CU.

Sin embargo, los pequeños antros estaban concurridos y alegres. Pasé por un karaoke llamado Cotton Club, donde una veintena de adolescentes, la mayoría mujeres, cantaba a rienda suelta “busco algo que sacuda mi cabeza, y no encuentro nada, nada personal”. Poco más adelante, los policías fumaban y charlaban sin tensión de guerra, a pesar del impresionante número de camionetas, camiones y patrullas estacionados en las oscuras calles laterales.

Seguí caminando sin que nadie me alertara de algo. Al llegar al circuito de Filosofía y Letras, donde una hora antes encapuchados pirómanos lanzaron bombas molotov, un oficial muy profesional, muy sereno, que mandaba al centenar de granaderos a nuestras espaldas, me recomendó que me pusiera un casco, “no vayan a aventar petardos”.

Los granaderos se retiraron antes de las 11. Caminé Insurgentes de regreso. Unos 100 jóvenes vestidos para bailar hacían cola en el Curazao. Y no sé si eran los mismos, pero en el Cotton Club cantaban ahora “tus ropas caen lentamente, soy un espía, un espectador…”

Me cité con dos amigos que también venían de CU en un bar de Avenida de la Paz. Hicimos nuestras lecturas de lo visto. Coincidimos en que más allá del espectacular despliegue policiaco, o quizá por ello, no había pasado nada.

Nadie logró esa noche que a un problema lo siguiera otro problema, como maravillosamente publicó temprano ese sábado Xavier Velasco.