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Quizá como muchos lectores de esta columna, yo tampoco quiero volver a la realidad luego del fin de año. No quiero despedirme del ocio, sino hacerlo durar.

Es lo que trataré de hacer en este espacio los siguientes días, mientras dura el aura vacacional del año que acaba de irse en medio de la fiesta, sin sentirlo, como se va la fiesta de la vida.

He venido a pasar el fin de año a Chetumal, como todos los años desde que murió mi madre, al apacible ritmo de una caravana familiar de hermanos, hijos, nietos, cuñados, cuñadas, sobrinos, yernos, nueras, y un trío de amigos tan viejos como la familia.

Fuimos como 30 esta vez. Tomamos por asalto la mitad de las habitaciones de un hotel llamado Noor, el único de la ciudad que mira al mar y que nosotros escogemos por eso, y porque está en una parte de la ciudad que recuerda o repite el pequeño pueblo de nuestra infancia.

Cuando lo arrasó el ciclón Janet, en 1955, aquel pueblo de madera tenía ocho cuadras por lado y ocho mil habitantes. Lo rodeaban la selva y el chirriar de los grillos por las noches, a veces el rugido de los animales del monte y el bramido de los monos saraguatos.

Ni la selva ni los grillos ni los monos parecen reales o cercanos en la extensa ciudad de Chetumal de nuestros días, con sus 250 mil habitantes.

El único animal irrefutable de nuestras noches chetumalenses es un gallo alrevesado que empieza a cantar no cuando se anuncia el alba, sino cuando cae la noche.

Canta desde un patio cercano al Noor, el de la cantina canónica del lugar, llamada Mar Caribe, una palapa con piso de cemento y techo de palma, de cuyas trabes de madera cruda penden perezosos ventiladores.

En el patio incivil de la cantina, acechado por yerbas y ortigas, reina el gallo grande y nervioso, con su cresta de rey viejo, su ancho cuello de plumas blancas y el pecho petulante y colorado.

Sabe todo del insomnio ese gallo, extraño especialista de desvelos en una ciudad donde si algo memorable pude hacer este fin de año fue dormir nuevamente como un niño.

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