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El domingo pasado, 17 de enero, sucedió algo histórico en el periodismo de habla española y ese algo fue que Mario Vargas Llosa anunció el fin de su columna quincenal “Piedra de Toque”, que publicaba en El País.

Vargas Llosa escribía cada quince días de cualquier asunto y cada quince días se daban cita ahí el flexible caleidoscopio de su prosa, la claridad de sus batallas políticas y literarias, así como sus lectores adictos, fascinados o irritados, nunca aburridos o neutros. Difícil pedir algo más de un columnista.

Del escritor hay mucho más que decir, tanto del autor de novelas como del ensayista. En ambos géneros ha sido un autor tan admirable como en el periodismo, lúcido, sorprendente y polémico, aunque en ninguno, desde luego, mayor que en el de novelista o escribidor, como él diría.

Al paso de su retiro periodístico, Vargas Llosa anuncia también su adiós a la ficción, en la nota final de una novela tan fresca y tan joven que parecería la de un debut feliz.

La novela se titula, muy a propósito, Le dedico mi silencio y es quizá la más nostálgica, gozosa y optimista de todas las suyas.

Ahí, a propósito de la investigación sobre la vida de un portentoso guitarrista, muerto joven y en el olvido, Vargas Llosa reconstruye, inventa, disecciona y mezcla las historias, los autores, las costumbres y los ritmos y bailes que dieron vida a lo que conocemos como vals peruano.

En Conversación en La catedral, Vargas Llosa respondió a la pregunta amarga: ¿En qué momento se jodió el Perú? Se diría que en Le dedico mi silencio responde a la pregunta contraria: ¿en qué momento se logró el Perú?

La respuesta es alegre y musical: el Perú se logró con la creación popular y la adopción nacional del vals peruano, esa música que hizo reconocerse a los peruanos como tales, por encima de las divisiones de raza, geografía, injusticia o desigualdad.

Le dedico mi silencio es una novela de reconciliación de Vargas Llosa con la parte que canta, baila, ama y goza del Perú, una envidiable novela de alegría y juventud.