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La vigencia del ensayo de Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, pasma, acongoja y transmuta la sangre en petróleo. La portada está tomada de la serie Los desastres de la guerra de Francisco Goya y Lucientes, lámina 36. El grabado muestra a un ahorcado guindado de un árbol, con los pantalones en los tobillos y a un hombre cómodamente sentado quien lo mira con desdén y hasta se regocija.

Las imágenes en vivo del terrorismo de Hamás, la violencia de Otis y su destrucción, la guerra en Ucrania, los muertos por el narcotráfico (descabezados y congelados en neveras), el frenesí de un tropel de personas desesperadas por sobrevivir y tantas aberraciones más, me arrojan a una vorágine de preguntas: ¿cuáles son los efectos en aquellos que miran las noticias en el televisor o en sus teléfonos? ¿los desgarran? ¿dejan de comer y dormir? ¿sienten empatía y dolor por la gente que sufre y que no conocen? ¿o pasan de largo y siguen con su “normalidad”? Retomando a Sontag, la “sociedad del espectáculo denigra la realidad infernal del enfrentamiento bélico”, el poder, el dolor y el miedo se convierten en vehículos que, a través de los medios de comunicación y de la opinión pública, generan linchamientos o adulación. 

En mi caso particular, primero me sacude el asombro, ¿es posible lo que estoy viendo? Luego sigo con las preguntas sin respuesta: ¿cómo un ser humano puede hacerle eso a otro? ¿cómo puede existir tanta maldad? Y cuando escala la desesperación, me carcome la culpa: ¿puedo tomarme una copa de vino sin sentir un dolor que me parta en dos? Si no lo hago —o me lo exijo, aunque me aneguen las lágrimas— estaría cruzando la frontera de la locura. Afino el lápiz y escribo: las injusticias deben ser señaladas, aunque el mundo no mire o se haga el sordo, aunque tape sus oídos con los auriculares de su verdad particular, aunque rompa las fotos de los secuestrados.  

Conozco a Giovanni, un muchacho acapulqueño de sonrisa amplia y acento costeño. Él es salvavidas. Sin pensarlo no desperdicia ni un segundo para zambullirse en las olas al intuir que alguien lucha contra la corriente. He presenciado más de un par de sus rescates: literalmente escogió como trabajo salvar vidas aun exponiendo la suya, el mar es traicionero y nunca se sabe. Ante el implacable Otis, Gio perdió a su hermana, no pudo salvar la vida de su propia sangre. Ese mismo día escuché en un discurso la frase “tuvimos suerte” y supe que no todos entendemos de la misma manera los desastres, que perder una sola vida no me es indiferente y que la compasión y las obligaciones de mi conciencia no se parecen en nada a la de alguien en particular. 

El dolor de los demás —entendido y bien pensado— puede igualmente unir o separar a los seres humanos, curar o profundizar odios y heridas legendarias, sembrar rencores por generaciones o tratar de hacer —de una vez por todas— la paz. 

Tú, querido lector, ¿cómo vives el dolor del otro? La venganza y la indiferencia jamás serán buenas decisiones.