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Implicar a expresidentes en escándalos de corrupción es oxígeno puro para un gobierno que no se cansa de acumular malos resultados.

Pero montar el tinglado, con todo y la rara aparición en escena del fiscal Alejandro Gertz Manero, para hacer equivalentes las reformas estructurales a actos de corrupción, es un asunto ideológico.

Todo esto que hoy envuelve el cómodo regreso de Emilio Lozoya a México, y que ha dejado en segundo plano la pandemia no controlada y el camino hacia los 60,000 muertos por Covid-19, sólo podría ser un hecho positivo para el país cuando existan las sentencias condenatorias de los hoy presuntos responsables y la reparación del daño. Mientras tanto es sólo un espectáculo.

Equiparar los cambios estructurales del sexenio pasado, y de los sexenios que denomina la 4T del periodo neoliberal, con actos delictivos es parte de una estrategia de destrucción sin propuestas de reemplazo.

Los que hoy gobiernan han tenido como agenda política desde hace más de 30 años una oposición a los cambios estructurales que terminaron con la vieja estructura estatista y que abrieron la economía a como hoy la conocemos.

Esas reformas estructurales del sexenio pasado, que hasta el Fiscal General señala que se obtuvieron a través de la comisión de delitos, no son pocas e incluyen las de Competencia Económica, telecomunicaciones, del sector financiero, temas hacendarios, transparencia, temas político-electorales, procedimientos penales, la Ley de Amparo.

Y, claro, las tres reformas que más despiertan los rencores de los rupturistas: las reformas Educativa, Laboral y Energética.

Con los temas laborales poco se meten, porque Estados Unidos los puso como condición para mantener una relación de libre comercio con México.

Pero los cambios educativos y energéticos fueron el eje de la campaña del actual gobierno. Su afán de destrucción es evidente y las políticas de reemplazo son altamente cuestionables.

Rápidamente la 4T aplicó cambios cosméticos legislativos a las leyes en materia educativa. Los suficientes para dejar tranquilos, al menos por un tiempo, a los sindicatos que defienden más sus prebendas que su trabajo.

Pero lo que realmente ha sido una obsesión para el presidente Andrés Manuel López Obrador es acabar con la reforma energética porque cree que puede regresar a las glorias de los monopolios energéticos del desarrollo estabilizador.

Lo que ha podido hacer la 4T con decretos y decisiones discrecionales es marginar la participación de los privados, regresar a la era del carbón y desalentar las inversiones. Todo sin que haya una alternativa realmente viable, ni siquiera para salvar a Pemex de la quiebra.

Pero todo hasta ahora sin meterse en el terreno de los cambios constitucionales que pudieran concertar en términos legales esa visión retrógrada del sector energético mexicano.

Parece que las cuentas de los votos todavía no salen, hasta que quizá algunos expedientes hagan cambiar de opinión a algunos legisladores opositores que optaran por completar las mayorías necesarias.

Así que equiparar las reformas estructurales a actos de corrupción es una estrategia con motivos ideológicos y básicamente con la mira puesta en el sector energético.