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Nunca, desde su fundación, el PRI ha parecido más débil que hoy. Ni siquiera durante su primera derrota, en el año 2000, cuando perdió la Presidencia pero conservó buena parte del poder.

Quizá no se exagera diciendo que el PRI tiene hoy la Presidencia pero ha ido perdiendo el poder y que parece llamado a perder ambas cosas en 2018: no solo la Presidencia, también el poder.

Al PRI le ha sucedido todo lo que le puede suceder a un partido político, salvo la extinción.

Nació como suma de mayorías el 20 de enero de 1946. Fue partido hegemónico, cuasi único, de 1958 a 1982. Se dividió en 1988 y perdió la hegemonía ese mismo año. En 1997 perdió la mayoría absoluta en el Congreso y la Presidencia de la República en el año 2000.

Desde 2006, el PRI es un partido minoritario, que pierde y gana elecciones, como todos los otros, aunque conservando siempre una implantación regional dominante, un número de gobiernos locales y estatales superior a sus competidores.

En 2012 volvió a ganar la Presidencia llevado precisamente por el impulso de una alianza de gobiernos locales, la alianza de los gobernadores priistas.

En los últimos años ha perdido poco a poco la densidad regional y es posible que la pierda del todo en las elecciones de 2018, para adquirir un perfil de tercera fuerza electoral en todos los ámbitos: Poder Ejecutivo, Congreso, Federación, estados y municipios.

El PRI ha sido una historia y una mitología. Una historia de poder y una mitología más poderosa a veces que su historia.

Ha cosido su nombre indeleblemente al del país que gobernó, al punto de igualarlo un tiempo con sus siglas. Ha sido el partido de la conservación y del cambio, de la reacción y de la modernización, de los éxitos y los fracasos.

Las grandes reformas que han marcado a México llevan la marca o la anuencia del PRI. Los grandes vicios y las grandes resistencias al cambio, también.

Ha sido un partido nacional en toda la extensión de la palabra y se dispone en estos años a la única experiencia que le falta: ser un partido chico, un partido más de la fragmentada democracia mexicana.

hector.aguilarcamin@milenio.com