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No sé en qué momento se instaló en nuestro periodismo político el estigma, subjetivísimo, de las llamadas “entrevistas a modo” (entrevistas lambisconas), y, por otro lado, la exigencia de que el entrevistador sea no solo el vehículo para conocer a un personaje, sino también un juez, un rival punzante, un adversario cuya tarea es poner al entrevistado en evidencia, dejarlo mudo, hacerlo trastabillar, confirmar sus debilidades, subrayar sus límites. En una palabra: mostrar lo peor de su invitado.

El público es en esto un exigente espectador de lucha libre, ejerce una presión invisible sobre el periodista, quien llega a la entrevista con el mandato de mostrar su independencia, hacer preguntas duras, rebatir a su invitado, ponerlo en apuros, interrumpirlo, llevándolo al rincón de sus miserias.

Mucho tiene que ver en esta evolución torcida del género la costumbre de políticos y autoridades de responder con evasivas, dar rodeos, utilizar eufemismos, dar la impresión de que mienten o tratan de meternos el dedo en la boca.

El resultado es un periodismo rijoso que acaba siendo su propio espectáculo y cuyo efecto público suele condensarse en un juicio binario: “Lo tundieron” o “Lo dejaron ir”.

La temporada de debates presidenciales y entrevistas colectivas de estos días ha sido particularmente fértil en este modo encrespado de ejercer el periodismo y de entender el género de la entrevista. He sido parte de varias de esas entrevistas colectivas y mi crítica es también una autocrítica.

La grandeza del género no es, creo yo, exhibir o denunciar, sino mostrar, revelar.

Un momento mayor del género como revelación es la serie de entrevistas que David Frost le hizo a Richard Nixon, en 1977.

Después de recorrer vida y milagros de Nixon, Frost pudo llevarlo al corazón de sus pecados: sus mentiras en torno a Watergate, y al momento supremo de una admisión de su culpa histórica y de su deuda moral con el pueblo estadunidense.

El de Frost no fue un asedio inquisitorial, sino una indagación paciente, penetrante para llegar, con naturalidad y dramatismo extraordinarios, al momento de la revelación.

Me gustaría ver entrevistas con los candidatos presidenciales que no sean duelos, sino revelaciones, retratos de los personajes que compiten nada menos que para gobernar nuestro país.

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