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Celebro el fracaso diplomático de México en la OEA respecto a Venezuela. Lo celebro porque ese fracaso trae dentro una victoria de mayor tamaño.

En este episodio, México ha dado con claridad un paso adelante en la configuración de una política internacional exigente en materia de derechos humanos y democracia. Exigente con los otros, sin duda, pero exigente también consigo mismo.

La buena idea de una política exterior fundada en la defensa de los derechos humanos y la democracia es que debe ser también una política interior.

Quien esgrime esta política se sujeta al mismo escrutinio externo que exige. Los países no tienen que ser impecablemente democráticos para exigir a otro que lo sea y que no atente contra la democracia.

Tampoco tienen que ser ricos para adherirse y defender las reglas que han producido riqueza en otros lugares.

La exigencia de respeto a los derechos humanos y a las garantías de la vida democrática es, en nuestro caso, una autoexigencia, una manera de ponernos también en la mesa de cirugía.

Siempre ha sido una estupidez, aunque una estupidez muy efectiva, el reclamo que hacen los gobiernos dictatoriales a los democráticos: “Con qué cara me reclamas que yo mato y oprimo si tú matas y oprimes también”. La respuesta es que los gobiernos democráticos quieren corregir eso y los dictatoriales no.

La diferencia en el rechazo a la opresión y el crimen de Estado que denuncian los países democráticos, es que la protesta los incluye a ellos también.

Son países que tienen y quieren tener instancias internas que los llaman a cuentas y que se someten a los arbitrajes internacionales en la materia. Quieren corregir a otros, pero también quieren corregirse a sí mismos.

Asumen una agenda global civilizatoria y se someten a los veredictos globales, aunque les cueste caro, aunque esos veredictos puedan exponerlos a la crítica global.

El compromiso decidido con los derechos humanos y la democracia de una política exterior no es un baño de pureza para poder ensuciar a otros. Es una decisión de someterse a las reglas universales deseables y a ser juzgado de acuerdo con ellas.

Esto, creo, simplemente hay que celebrarlo.

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