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La canciller de Venezuela ha dicho a México que  mire hacia su propio patio antes de dar opiniones sobre cómo arreglar el desarreglo venezolano.

Tiene razón en esto: México no está en condiciones de enseñarle a nadie cómo arreglar un problema de violencia criminal como la que México padece.

Lo último que yo haría como país latinoamericano preocupado por la violencia del narcotráfico sería tomar el camino de México: el camino de la DEA y del Departamento de Justicia de Estados Unidos.

A nada nos ha conducido esa estrategia, sino a una cota de muertes violentas que parecen propias de una guerra civil. Esta es la mayor calamidad que puede afrontar un país: una quiebra general del orden político que da paso a caída de gobiernos, golpes de Estado, dictaduras militares y a la forma extrema de discordia que es la guerra civil.

Las varias crisis de México no tienen este carácter terminal. La de Venezuela, sí. La violencia criminal  de México es enorme, pero no es una crisis de ingobernabilidad que fracture las reglas políticas y pueda devorarlo todo.

Para que se dé la discordia terminal hace falta no solo que la situación sea grave desde el punto de vista económico, social e institucional, sino que existan los agentes políticos capaces de  derribar y sustituir al viejo régimen.

Esos agentes han hecho ya su aparición en Venezuela, bajo la forma de una oposición extraordinaria, que merece toda mi adhesión y mi respeto, pero que no tiene suficiente fuerza todavía para ganar la batalla y encauzar la crisis.

La oposición venezolana representa el malestar profundo de su país y tiene en su poder una parte del Estado, el Congreso. Pero su fuerza no es suficiente todavía para lograr el cambio que busca.

Necesita que otra fracción del gobierno, el ejército, por ejemplo, se ponga de su lado y ponga fin al régimen vigente, mediante un acuerdo político, un golpe de Estado pactado, una rebelión popular o las tres cosas juntas.

El acento de la crisis venezolana está puesto en la ingobernabilidad que conduce a un fin de régimen. El acento de la crisis mexicana está puesto en la baja gobernabilidad que le impide resolver crisis simultáneas, aunque no convergentes, de seguridad, crecimiento, gobierno, corrupción, ilegalidad.