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–¿Cuántos agentes se movilizan aquí para una salida del Emperador?, pregunté una vez en Japón mientras llegaba al Palacio Imperial de Akasaka a conocer a Hiroito, el único hombre en el mundo con dos explosiones atómicas en la espalda.

–Quizá sean 25 mil. No lo se exactamente, me dijo el señor Ito, mi acompañante.

–¿Y al primer ministro cuantos lo cuidan?

–“Quizá quince mil”. Esa misma cifra se consideraba en París cuando salía Giscard D’Estaing.

Hasta la fecha recuerdo el convoy de Mohamed Reza Palehvi, “Sha” de Irán: eran doce Rolls Royce negros en fila a toda velocidad por la autopista de Teherán rumbo al aeropuerto.  En. uno de ellos, nunca se sabía en cual, viajaba “La sombra de Dios en la Tierra”, como se hacía nombrar.

Y encima de la caravana, tres enormes helicópteros.

Todos los desplazamientos tienen una constante: la velocidad. La quietud siempre juega en favor de quien quiera intentar un disparo. Los atentados se hacen casi siempre contra dignatarios quietos, descubiertos, visibles.

Con un arma oculta en un ramo de flores mataron a Indira Gandhi; en un desfile los propios guardias le dispararon al egipcio Anwar El Sadat; de cerca mataron a Rajiv Gandhi; en la plaza de San Pedro atentaron contra Juan Pablo II; Lincoln estaba en el teatro; Obregón en una comida, Colosio caminaba entre la muchedumbre; Reagan iba por la banqueta y Rabin se dirigía a su automóvil. A Olaf Palme lo mataron cuando salía del cine con su esposa. El auto descubierto de Kennedy apenas rodaba a 16 kilómetros por hora cuando Oswald disparó hasta en tres ocasiones, favorecido por la lentitud, como ocurrió en la emboscada contra Trujillo o la cacería de Pancho Villa en Parral.

En fin, la lista es enorme. Todos fueron al Senado, como Julio César. Cada quien llegó a su cita final.

Por eso resulta altamente preocupante la molicie de los servicios de inteligencia en este país. No pudieron prever el insólito bloqueo del convoy presidencial en Chiapas, donde –paradójicamente–, el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador iría a un cuartel militar a ofrecer una de sus habituales conferencias de la mañana.

A unos cuantos metros de distancia los integrantes de la parte más selvática del insaciable analfabetismo magisterial –la CNTE–, lo detuvieron y lo retuvieron, así haya sido con su consentimiento defensivo.

El presidente se defendió con el argumento de su firmeza (o terquedad) y dijo, si no cambian sus modos y sus métodos, no me muevo de aquí. No merezco este trato. Por eso lo prolongo.

Pues precisamente por eso se debió evitar ese bloqueo. Pero el Centro Nacional de Inteligencia –por lo visto– no acopia suficiente información en los escenarios de las giras presidenciales. Y el gobierno de Chiapas, menos.

Ya suponerle capacidad en materia de gobernanza (y en otras muchas) a la Secretaría de Gobernación, cuyo actual titular quiso regular la protesta política en su estado, sin lograrlo, es ir a los campos de la “ciencia ficción”.

Al permanecer dos horas y pico dentro de una camioneta, el Ejecutivo demostró varias cosas, además de resistencia al hastió:  no se aceptó como rehén, pero toleró el retén.

Y la secretaria de Seguridad, Rosa Icela Rodríguez y el secretario de la Defensa Nacional, Crescencio Sandoval, quienes en conjunto tienen decenas de miles de hombres bajo su mando, no hicieron nada más allá de actuar como “teloneros” en la conferencia ante los poco profesionales reporteros cuyas preguntas en abstracto, no les permitían ver lo concreto del secuestro exprés de un presidente.

El riesgo no fue la el bloqueo, fue la pasividad ante el bloqueo.

Ante la cerrazón de los manifestantes, quienes siempre van a exigir más y más porque los han acostumbrado a la eficacia de la

protesta, se suma la disposición genética del gobierno ante la toma de calles, plazas y caminos.

De api viene la fuerza de la Cuarta Transformación, del bloqueo, la pedrea y la “resistencia civil”.

Pero el presidente ya no es un “luchador social”. Su seguridad es importante porque su inseguridad desequilibra al país entero. No es una cuestión de investidura, sino de funcionalidad del aparato público.

Y eso por no hablar del ridículo de mirar al hombre más poderoso del país, sentado muy serio en una camioneta inmóvil, con el teléfono en la mano y el cinturón de seguridad –la única seguridad visible–, cruzándole el pecho en una diagonal evocadora de la Banda Presidencial.