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. México, para no ir más lejos.

Biden ha puesto en el centro de su llamado la unidad, la menos asible cualidad de la democracia, que es por naturaleza la arena de las diferencias.

Sí, pero de la arena común, el espacio donde las diferencias no deben ser vueltas trincheras, gritos de guerra, divisiones irreconciliables entre conservadores y liberales, dijo Biden, o partidos, colores y credos.

Si algo fue visualmente claro en la ceremonia de toma de posesión de Biden, fue una estampa multirracial de Estados Unidos: blancos, afroamericanos, hispánicos.

Y si algo distingue al discurso de Biden, es su llamado a reconstruir ese mosaico dañado y a limpiarlo de sus herencias recientes de mentira, división, encono y realidades manufacturadas.

Las palabras de Biden sobre la democracia debieron sonar esperanzadoras para muchos oídos mexicanos: “Hemos aprendido que la democracia es preciosa, que es frágil y, sobre todo, que ha prevalecido”.

Su descripción del paisaje que dejan en ese país la pandemia sanitaria y la división política suenan también con fuerza en nuestros oídos, por la honradez con que hablan de la realidad en vez de disfrazarla o distraerla: “Millones de empleos se han perdido.

Cientos de miles de negocios se han cerrado.

Nos sacude un grito de justicia racial. El sueño de justicia para todos no debe diferirse más.

Un grito de supervivencia viene del planeta mismo, un grito que no puede ser más desesperado ni más claro”.

Para enfrentar las realidades brutales de Estados Unidos es para lo que Biden llama a la unidad, a la capacidad de escucharse y reconocerse, en vez de rechazarse y combatirse.

A muchos países les urgiría recibir de sus dirigentes un discurso a la vez tan suave, tan realista y tan exigente como el del presidente Biden de ayer, tejido de verdad y de conciliación.

México es el primero de esos países en que puedo pensar. Un país urgido como pocos de verdad y de conciliación.