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Hace un par de días hablaba con un vecino sobre la magia urbana que tiene la Ciudad de México, sus tacos, la incontable variedad en su gastronomía.

La Ciudad de México, como buena capital atrae a muchos y a otros los aleja en un solo parpadeo. Es como una mezcla de amor y odio, es la energía polarizante de querer estar allí o de nunca tener la necesidad de ir.

Hace nueve años, justo por estas fechas estaba decidiendo mudarme al caos urbano, a dejar mi tierra y la cercanía con la familia para ir a crecer profesionalmente. Las típicas preguntas de ¿por qué al D.F.?, ¿para qué te vas?, ¿qué vas a hacer?, ¿allá no hay familia?, ¿qué vas a hacer sola?, y mis respuestas (aún las recuerdo) estaban llenas de energía y de ganas de trabajar, de probar mi talento y tocar puertas.

Me fui con un proyecto freelance y dos maletas. Yo quería trabajar sobre Av. Reforma, quería ver mis fotos publicadas a nivel nacional, quería demostrarle a mi familia que ser fotógrafa también era una profesión que podía tener éxito.

Al mes entré al diario El Universal y se me cumplió trabajar sobre Av. Reforma, y así se fueron sumando un sinfín de experiencias, anécdotas, nuevos amigos, sueños cumplidos y logros profesionales los que me llevaron a sumar ocho años en la capital.

Alguna vez cenando en un restaurante de la Juárez con amigos foráneos (todos de Guadalajara), hablábamos de cómo la Ciudad comienza poco a poco a envolverte en una dinámica imparable, en ir de un lado a otro, en sumarte a las múltiples causas sociales y acudir a marchas, en andar de día y también de noche, en convivir con gente de todo el mundo, de trabajar en distintas empresas trasnacionales y eventualmente hasta en el Gobierno Federal.

Volvíamos a lo mismo, la ciudad se ama o se odia. Pero allí estábamos todos extrañando a la familia, pero agradecidos y gozando lo logrado.

Casualmente, cuando evaluaba la imagen a mostrarles el día de hoy, apareció esta bella postal tomada por el fotógrafo Jesús Almazán a principios de julio en pleno Zócalo y me conquistó.

Como siempre lo he dicho, el fotógrafo tiene la dicha de poder capturar un instante y llevar algún tipo de emoción o sensación a alguien lejano, incluso que ni siquiera puede conocer el lugar, pero lo puede imaginar, oler y recrear en su mente, gracias a su visión.

Esta imagen en blanco y negro, es una de ellas.

Ciudad de México My Love - fotografia-jesus-almazan
Foto: Jesús Almazán ( Instagram @Jesus5Almazan

Nubes grises que se apoderan de la vida de casi 9 millones de personas, que descargan su furia en agua para detenernos, supongo, para calmar las prisas y andar más tranquilos; y como no lo logran, día tras día es igual. Entonces las tardes se oscurecen y se vuelven frías como si se viviera en invierno.

El Centro Histórico, un imán que atrae a miles de personas diariamente, para trabajar, para comprar, para caminar, para encontrarse, para turistear o para deambular. Siempre lleno, perpetuamente con calles saturadas, con negocios abiertos, con jóvenes ofreciéndote cambiar tus lentes, tatuarte o simplemente tomar una cerveza en algún bar.

Esa magia capitalina.

Pero en la foto de Almazán, no se ve eso, podemos observar la desolación de una mujer que pareciera que caminara de mañana, antes que todos, previo a abrir los negocios; sin embargo era de tarde, era la llegada de una nueva normalidad en donde el cubrebocas es necesario, donde los negocios no indispensables están cerrados y donde la Plaza de la Constitución está enmudecida con vallas a su alrededor.

Al fondo la Calle Madero, una de las vías más concurridas y transitadas desde la época colonial hasta nuestra actualidad, vacía, en pausa.

Una imagen elegante, sobria y peculiar por su melancolía.

Jesús se guardó en casa los primeros meses de la pandemia, prefirió cuidarse y cuidar a su familia pero en julio cuando la jefa de Gobierno declaró en semáforo naranja a la capital, decidió salir a realizar un recorrido previamente planeado con calles y horarios para fotografiar el cambio en la ciudad.

Aunque esperaba encontrarse un ambiente distinto, se topó con lo opuesto, porque el Centro Histórico se quedó sin gente, y observó para todos los ángulos, esperó a ver si pasaba alguien, hasta que esta señora con dos bolsas negras en cada mano repleta de cosas, una mochila y un cubrebocas caminó frente a él.

Esperó, se colocó justo frente a la calle Madero, le dio la espalda al Palacio Nacional y justo en ese hueco entre los dos edificios capturó el andar de una nueva normalidad que permeó a todos.

La fotografía de calle o la documental, debe de ser equilibrada con la paciencia y el ojo del fotógrafo que debe funcionar como un radar que busca los instantes adecuados para transmitir la sensación de haber estado allí, junto a él.

El frío de la tarde, el devenir de las nubes grises, la energía de un Centro Histórico apagado, el caminar de una mujer que seguramente, notaba todo con la misma extrañeza que Almazán.

Podría decirle que observando su foto, podría recrear el particular olor del Centro Histórico, el viento fresco y ligero en mi cara y hasta las ganas de ir a buscar una cerveza en tarro al Salón Corona.

La fotografía no solo informa, no solo documenta o soluciona dudas en sí pasó o no pasó algo, sino que nos evoca olores, sensaciones, emociones, gustos y a veces hasta aquello que también pudimos tocar.

Quienes hemos sido fotógrafos por mucho tiempo, sabemos bien que es una profesión tan noble y poderosa, que lo que vemos, creyendo que es nuestro, en realidad lo hacemos de todos.

Que lo que capturamos gracias a que decidimos estar en ese lugar, a esa hora, y viendo hacia ese ángulo es porque nos apasiona re-transmitir el instante.

La rareza de ver vacío el Zócalo, la nostalgia de solo encontrarse a una mujer caminando por allí, la vitalidad de un joven fotógrafo que desea hacer una buena foto y la fortaleza de una ciudad que con temblores e inundaciones sigue de pie.

Esto también es la CDMX, a la que hoy a distancia y agradecida, puedo nombrarla Ciudad de México My Love.