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La década de los ochenta fue un parteaguas importante en mi vida: seis meses atrás había salido de una guerra sanguinaria y los mexicanos me acogían con amor y calidez. Mi hermana y yo llegamos de la mano de mi madre a tocar las puertas del colegio Aberdeen —en la Avenida Nuevo León— para que nos permitieran estudiar. En medio de las balas habíamos salido sólo con lo puesto —sin ningún papel de nuestro colegio nicaragüense—, la directora, miss Nirza, nos hizo un examen de admisión y decidió que yo entraría a quinto de primaria. Salí del Aberdeen en sexto, con un flamante certificado de primaria y una adolescencia precoz. Jamás dejaré de agradecérselo.

En el Distrito Federal de esos años se inauguraron líneas del Metro, debutaron los camiones de la Ruta 100 —dejando una estela de humo y ruido—, en la ciudad pululaban vochitos, Ciudad Satélite era un paraíso de compras. Una de mis actividades favoritas era ir al Parque México o al Parque España a deslizarme con patines de cuatro rueditas y freno en la punta. Los sábados acompañaba a mi mamá al tianguis a comprar la fruta, las verduras, los huevos y los quesos de la semana, luego íbamos caminando al Sumesa a comprar latas y papel higiénico. Vi hasta el cansancio —en VHS— E.T., el extraterrestre, El club de los poetas muertos y mi favorita, Amadeus. Dirigí, grabé y edité en betamax un video casero con mis primas: “We are the world”. Nos disfrazamos de cada uno de los cantantes y nos descosimos a carcajadas.

En medio de crisis, devaluaciones y la televisión prendida como “ruido blanco” a todas horas, recuerdo tres acontecimientos que marcaron estruendosamente mi década: la explosión del 84 en San Juanico, el terremoto del 85 que cimbró las entrañas de la ciudad —yo lo viví en un noveno piso de la calle de Ámsterdam en la colonia Condesa y fuimos desalojados— y el mundial de futbol del 86 cuando el genio de Maradona marcó el gol de la mano de Dios y el gol del siglo en los cuartos de final contra Inglaterra.

Pero si algo determinó profundamente mi década fue la música. Vestida con hombreras, faldas largas de mezclilla, uñas y labios de colores fosforescentes, estoperoles y fleco levantado con kilos de espray, coexistían en mis oídos —y de manera ecléctica— las rolas de Michael Jackson, Queen, Madonna, Whitney, George Michael, Bowie, Culture Club, Van Halen, Prince y Duran Duran con las de Soda, Flans, Timbiriche, Mecano y Luis Miguel. En algún libro leí que la música que escuchas en tu adolescencia será una pulsión para el resto de tus días, yo lo compruebo. David Byrne escribe en Cómo funciona la música que “puede ayudarnos a superar momentos difíciles de la vida, cambiando no solo cómo nos sentimos por dentro, sino cómo sentimos todo lo que nos rodea”.

La nostalgia por los días que no volverán la llevo como banda sonora, pespunteada en mi memoria con hilos plateados. Es mi decisión meterla en el saco del desconsuelo o subirle el volumen, bailar y maridarla con la explosión de un Baby mango.