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Hasta hace poco existía la idea generalizada de que al Presidente López Obrador se le habría de reducir su nivel de aceptación popular a partir de los magros resultados del ejercicio de su gobierno. La realidad es que la evaluación del mandatario está desvinculada de la eficacia o ineficacia de su administración. Casi todos los estudios coinciden en una calificación próxima a 60 por ciento para el mandatario, y una reprobación en los principales planos del desempeño a su gobierno.

Las explicaciones se centran en el protagonismo mediático, que fija los términos de la agenda y crea polémica que distrae del escrutinio sobre lo relevante. Algo hay de cierto, pero tal idea es insuficiente para explicar el fenómeno. Hay dos aspectos que se deben incorporar: la forma de la comunicación y la conexión que existe entre lo que dice el Presidente y los valores, sentimientos y emociones que imperan en la sociedad.

Efectivamente, la forma coloquial, simple y en ocasiones prejuiciosa del lenguaje presidencial hace llegar el mensaje con mayor efectividad, especialmente si se compara con la formalidad de la comunicación política convencional. Lo disruptivo es lo de ahora.

El que el Presidente haya mantenido un perfil de activista social después de llegar a la Presidencia le ha permitido dar continuidad a la adhesión de origen.El presidencialismo exacerbado y el estatismo a contrapelo de la democracia, tiene profundas raíces en el imaginario colectivo.

El ejercicio del gobierno es de razones; no así la comunicación. Lo emotivo cuenta, y mucho. Allí es donde están las fortalezas discursivas del Presidente, particularmente por la polarización en la que el pasado es repudiado ampliamente.

Sin embargo, conviene preguntar: ¿Para qué sirve la popularidad? Sirve para mucho, pero no para todo. Para cualquier gobierno es mucho más fácil actuar en medio del consenso o la aceptación mayoritaria, que en el repudio. La cuestión es que la política inevitablemente debe pasar la prueba de los votos. Ya se vio en la elección intermedia. Puede haber amplia aceptación presidencial, pero no necesariamente votos por su partido, precisamente porque al votar lo que se evalúa no es un proyecto político o una forma de gobernar, sino una persona.