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          Solo hago cuentas políticas sin comparar, porque ya sé que no le gusta, de las diferencias de tiempos, espacio, condiciones y personalidad: de la indignidad del apoyo a aquella frustrada reelección, al encuentro, puedo decir, entre iguales, aunque por la disparidad de países, parecería imposible

La violencia, la pobreza y un estado de emergencia han obligado a millones de hombres, mujeres y niños que han decidido cruzar a nuestro país de inicio a fin para llegar a Estados Unidos.

Durante este año hemos visto a decenas de caravanas que se han dispersado en nuestro país, es claro que muchos de ellos no han tenido la misma suerte que los que sí lograron cruzar al otro lado, o de quienes fueron aceptados solicitando un asilo al país vecino o incluso con los que terminaron con boleto de avión pagado.

Muchos están varados en los albergues comunitarios, en campamentos armados sin mucha salubridad, o se la han jugado para vivir en las calles buscando trabajo o pidiendo dinero en los cruces.

La realidad la sabemos y la tenemos a la vuelta de la esquina.

A pesar de la advertencia directa del país norteamericano de “no ir a su país”, o de la violación a los derechos humanos que últimamente han incurrido la Guardia Nacional de nuestro país contra todo aquél que se les cruce en el camino, la urgencia por alcanzar el anhelo de una mejor vida los ha impulsado a haitianos, ecuatorianos, venezolanos y hondureños a sortear peligros.

Cuando uno decide saltar al vacío, aunque sea en la imaginación, la imagen se asemeja a estar muy cerca de la orilla, tan cercanos que el vértigo es palpable. Nos duele el estómago, podemos perder la respiración por el miedo y la adrenalina que corroe por el cuerpo entero, insisto, tan solo con el hecho de cerrar los ojos e imaginarnos allí.

Los que nos hemos lanzado de un bungee o de un paracaídas, conocemos físicamente esa sensación de “saltar al vacío”, en realidad no requiere de tanto esfuerzo, sino mas bien de valor.

Uno no camina grandes distancias, solo se sube a lal avioneta, espera su turno, da unos cuantos pasos para estar justo en la puerta abierta que nos muestra el horizonte y la pequeñez de la urbe allí abajo.

Saltar al vacío, sabiendo que caerás bien, con una lejana posibilidad a un accidente.

Los migrantes, se esfuerzan, se desbocan, caminan con ampollas en los pies, sin comer lo suficiente para tener energía, sin mucha agua porque cargarla también es un suplicio, sin un lugar a dónde ir al baño o descansar sin el temor de que les roben sus pocas pertenencias.

Ellos saltan al vacío mientras recorren un largo camino, sin siquiera saber cuál será el momento de saltar a la nada.

¿Será el salto desde que cruzan la orilla de sus hogares para no volver o será cuando cruzan la primer frontera?.

La foto de hoy lo relata así. Salir de la oscuridad de una caja de tráiler para brincar a un vacío que pareciera estar en la tierra firme de una carretera en cualquier lugar, menos en su país.

Saltar con quien te brinda una mano para no caer, o con la sonrisa nerviosa de sentirte triunfador, o como el que lo hace con la mirada hacia abajo, concentrado y contrariamente horrorizado en verdad por no saber qué irá a pisar.

Los migrantes han saltado al vacío y aún no caen, continúan su camino y ahora miles de ellos se dirigen a la Ciudad de México, esta vez con cientos de niños que siguen sin entender el interminable camino para llegar a un lugar que ni imaginan y que quizá ni exista.

Saltaron al vacío con las temperaturas de verano en pleno otoño, con los brazos ocupados por sus hijos y el par de mochilas en donde guardan todo.

Un vacío cansado pero alentador, no están esperando a que alguien les grite al oído “¡Salta!” ellos ya lo hicieron y van en automático.

El vacío está por llegar.

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Foto: Archivo EFE/Luis Villalobos