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El conflicto de interés latente en la adquisición de las casas del presidente Enrique Peña Nieto es quizá el mayor problema patrimonial que enfrentan él y su gobierno.

Pero las casas del Presidente no son el mayor problema patrimonial de México. Solo, si acaso, su indicio: una raya en la punta del iceberg de la riqueza inexplicable que es el patrimonio de la clase política de México. La de antes y la de ahora. “Político pobre, pobre político”, decía el político rico, Carlos Hank González.

Estamos enfermos de presidencialismo, para la alabanza tanto como para la crítica. Por eso las casas del Presidente son las que provocan el escándalo. Pero el gran escándalo oculto de la vida nacional, aunque a la vista de todos, no son las casas del Presidente, sino las de los políticos en general, de todos los niveles y partidos, las casas que hablan de fortunas inexplicables.

No deja de ser sintomático que el presidente Peña Nieto publicó ya completa su declaración de bienes, sin que lo haya seguido hasta ahora ninguno de sus colaboradores.

Los políticos de México guardan silencio sobre el mayor reproche que pende sobre ellos: el origen de su riqueza.

A revelar su patrimonio no los obliga la ley, pero se los pide a gritos una franja creciente de la ciudadanía a la que ellos se deben también como profesionales de la vida pública. Nada son en el fondo sin la tolerancia y la credibilidad de esa ciudadanía.

Los casos se suceden y alimentan la espiral. Supimos el domingo la versión de que un ex gobernador de Oaxaca tiene propiedades millonarias en Manhattan.  Y la de que un hijo de Carlos Hank González tiene ahorros multimillonarios (150 millones de dólares) en la banca suiza.

Quizá la revuelta de estas horas contra la corrupción tenga la densidad necesaria para volverse algo más que una racha de altas quejas. La indignación que hierve en la sociedad puede volverse una avalancha cuya única contención termine siendo el cambio verdadero de las reglas y las conductas: una revolución  moral.