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El antihispanismo mexicano que el actual Presidente ha sacado a relucir no es de origen indígena, mestizo, ni español. Es de origen criollo: es una creación de los hijos de españoles nacidos en suelo americano.

Se trata de una doble historia fantástica: la del triunfo de un resentimiento y la de la fundación de una sensibilidad nacional.

Por envidia y por rechazo a los privilegios de que los españoles peninsulares gozaban en la Nueva España, sus hijos, los criollos, los españoles americanos, se rebelaron contra sus padres y crearon, en el curso de los siglos, los potentes motivos de una nueva nacionalidad: el patriotismo criollo.

Inventaron la noción de la superioridad americana frente a los vicios y las atrocidades de la metrópoli en sus reinos de ultramar. Dibujaron los años de dominación española como una época oscura de opresión y esclavitud. Asumieron como raíz de su identidad americana/mexicana el pasado indígena prehispánico.

No el mundo de los indios de carne y hueso, entre los que vivían, sino el orgullo por el resplandor de sus civilizaciones desaparecidas —olmecas, mayas, toltecas— a las que dieron un toque clásico. Por último, trajeron al mundo, como patrona de su religiosidad y de su Iglesia, nada menos que a la Virgen de Guadalupe. El triunfo de los liberales mexicanos en el siglo XIX refrendó la visión criolla de la Nueva España como una época oscura, grillete del progreso. Las élites liberales, empeñadas en una modernidad copiada de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, fueron también antiespañolas.

Para ellas, el pasado a superar era la herencia feudal hispánica: los fueros, las corporaciones civiles y eclesiásticas, la monarquía, la Inquisición, el clero.

De modo que el nacionalismo liberal repudió también la herencia de la Nueva España, el molino de siglos donde, sin embargo, había nacido y madurado la nación mexicana.

Se dio así una continuidad entre el rechazo criollo al legado español y el espíritu antihispánico de los liberales mexicanos.

El liberalismo mexicano tuvo también su España imaginaria: la que había que dejar atrás, aunque fuera parte de nuestras entrañas, la España que no estaba ni está en la península española, sino en nuestro propio suelo, en nuestras costumbres, entre nosotros.

La España odiada: nuestra propia sombra.