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Ya no hay duda de la derrota de Donald Trump. Él mismo tuiteó el domingo que “Biden ganó”, aunque luego añadió otra mentira a su interminable repertorio: “en una elección fraudulenta”.

Y es justo ese reflejo lo que acabará definiendo su gestión. Creo que el mayor daño que Trump causó a Estados Unidos fue haberle dado a la verdad el último empujón al abismo. Con ello dejó a la sociedad aún más fracturada, enfrentada y confundida de lo que ya estaba cuando llegó al poder.

No fue Trump quien inauguró la mentira en la política. Ahí está Nixon con el episodio de watergate, Clinton en sus enredos con Monica Lewinsky o George W. Bush y sus pretextos para ir sobre Iraq.

Pero en el caso de Trump, la mentira se convirtió en el sello de todo su gobierno. Y a ese terreno arrastró a los legisladores de su partido y a sus porristas en los medios, quienes pasaron cuatro años dando maromas para justificar la realidad alternativa de su presidente.

Como argumenta Michiko Kakutani en La muerte de la verdad, si Trump pudo construirse sobre la base de la mentira, la desconfianza y el miedo, fue porque se montó en procesos económicos, tecnológicos y culturales en marcha. Pero él mismo ha sido un catalizador de actitudes e impulsos que minan la verdad e impiden el debate racional, sustento de la democracia.

El problema es que hay millones de estadunidenses que creen, o quieren creer, en las mentiras de Trump, “validadas” en los medios que le son afines y circulando impunemente en el “enjambre digital”.

Además de exacerbar la polarización, Trump la trasladó del terreno político al de las relaciones interpersonales y la vida cotidiana.

Así, por ejemplo, sus acusaciones sobre un supuesto fraude electoral han llevado a casi dos terceras partes de los electores republicanos a desconfiar de los comicios, en tanto que su golpeteo a la ciencia ha hecho que 60 por ciento de ellos no esté dispuesto a vacunarse contra el covid-19.

El daño de este asalto a la verdad va de la política a la ciencia, y es tan extendido como profundo. Repararlo no será tarea fácil. Pero si eso no se logra, la confianza en los procesos democráticos y la convivencia social seguirán degradándose, en espera de un nuevo Trump.