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Jesús Herrera Montes dijo el 26 de marzo de 1923 al presidente Álvaro Obregón:

—Vengo a informarle que voy a matar a Francisco Villa. Tengo todo preparado, pero necesito asegurarme de que mi gente pueda actuar con libertad. Acuartéleme la tropa en Parral o, si se puede, mándela fuera de la ciudad. También le quiero pedir inmunidad.

Obregón respondió que el papel de su gobierno era pacificar, no aumentar la violencia. Se puso de pie y acompañó a su visitante a la puerta, dando por terminada la reunión. Pero en la puerta se detuvo y le dijo a Jesús que recordaba muy bien a sus hermanos, los generales villistas Maclovio y Luis Herrera. Con Luis, recordó, había cambiado la promesa de que si alguno de los dos moría en la Revolución el otro velaría por la familia del ausente.

—Mi promesa de entonces fue auténtica —dijo Obregón—. En lo que esté a mi alcance, ni a usted ni a los suyos les va a pasar nada. Por allá en Torreón lo va a buscar un hombre de mis confianzas. Por conducto de él, manténgame informado de sus negocios, de sus actividades. De sus planes.

Cuatro meses después, el 22 de julio de 1923, Villa era acribillado en Parral por un grupo de conjurados que cumplía los planes de Jesús Herrera Montes.

La revelación de esta conjura es la mayor noticia histórica de La sangre al río, la novela del nieto del general Luis Herrera, Raúl Herrera Márquez, cuyo relato familiar vale como prueba final de que Obregón fue el artífice remoto de la muerte de Villa. 

No es esta revelación, sin embargo, el mayor de los tesoros de La sangre al río, sino el poder, la precisión y la verdad con que se narra la historia de una familia diezmada por la Revolución.

Es una saga a ras de tierra, contada no desde los grandes hechos y los grandes ejércitos, sino desde el temple cotidiano de hombres que pelean y mujeres que enviudan a la par que crecen como protagonistas épicas de su propia vida.