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Elogio en boca propia es vituperio, dice un viejo y sabio dicho. Incluso si quien se elogia es un genio, autodecirse genio disminuye la calidad de su genio.

La autoridad moral no puede ser dictaminada por quien pretende tenerla, sino por quienes reconocen esa autoridad desde fuera. Es algo que se recibe de los otros. Pueden ser muchos o pocos, pero deben ser los otros quienes otorgan la autoridad moral, no quien pretende tenerla.

Es algo que se gana en la mirada de los demás, no se fabrica con la propia lengua.

En general, autoelogiarse es sugerirse necesitado de elogios, declarar que algo falta en el reconocimiento de los otros que tiene que ser llenado con el autoelogio.

Declararse grande es empequeñecerse, quitarle humildad y naturalidad a la grandeza, si se la tiene. Si no, es una forma de subrayar la pequeñez.

Autollamarse grande de manera obsesiva es una forma aburrida de mostrarse pequeño, de querer alzar la propia estatura izándose con las propias manos de los propios pelos, como el famoso barón de Münchhausen, quien se jaló de su coleta para sacarse de un pantano.

El presidente López Obrador puede tener autoridad moral, la tiene para muchos mexicanos, pero no es él quien debe pregonarla, no es él quien puede izarse de sus propios pelos hacia el cielo de la autoridad moral, como el barón de Münchhausen.

La autoridad moral no se autootorga, mucho menos si es para decir, como ha dicho el presidente López Obrador, que esa autoridad otorgada por boca propia está por encima de la ley.

No, la única moral pública a la que están sujetos los gobernantes y los ciudadanos es el cumplimiento de la ley. La ley es la única moral pública obligatoria para todos, empezando por quien preside un país, ése cuyo juramento inicial, al tomar el cargo, es “guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen”.

Nada más, nada menos.

No hay en la vida pública autoridad moral superior a la ley y su cumplimiento. Lo demás son chácharas baratas de quien tiene el vicio retórico de elogiarse en boca propia, y el gusto, igualmente vicioso, de estigmatizar a los demás.

Me refiero, por desgracia, al presidente de los mexicanos.