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Los nuevos gobiernos tienen menos tiempo del que creen. Está en la índole de los nuevos gobiernos hacer cuentas alegres, creer que podrán hacer más de lo que pueden, y luego, siempre, hay poco tiempo para corregir. Los errores iniciales de un gobierno cuestan mucho.

Proyectos ambiciosos como el del gobierno actual necesitan más tiempo de ejecución que los gobiernos normales y tienen, por lo tanto, menos tiempo a la mano. El tiempo corre más rápido para ellos y sus errores pesan más.

Un gobierno conservador, que se propone darle mantenimiento a las cosas, tendrá siempre menos problemas de ejecución y de gobernabilidad que un gobierno que se propone cambios profundos.

El pasaje político clásico al respecto es la reflexión de Maquiavelo sobre el profeta desarmado. Nada tan difícil de cambiar como un “viejo orden” (un viejo régimen), dice Maquiavelo, porque los intereses del orden viejo resisten decididamente, pues tienen claro lo que pueden perder, mientras que los beneficiarios del orden nuevo no apoyan suficiente, pues no tienen claro lo que van a ganar.

Maquiavelo no distingue si el gobernante que quiere cambiar el orden viejo es violento o suave, militar o civil, querido u odiado, ni si el nuevo orden que se quiere imponer es justo o injusto.

La pregunta de Maquiavelo es solo si el gobernante que quiere cambiar el viejo orden tiene la fuerza suficiente para hacerlo.

De ahí surge su metáfora: menos difícil será cambiar un viejo orden para un profeta armado que para uno desarmado. Vale decir: más fácil será cambiarlo todo por la fuerza, que por el acuerdo de los gobernados.

La posibilidad de un cambio profundo se complica, entonces, si añadimos las restricciones de la democracia. Las democracias modernas sirven para corregir el orden establecido, y aun para corregirlo mucho, pero no para cambiarlo del todo.

Las democracias modernas no están hechas para que quien gane una elección cambie los cimientos mismos de su sociedad.

Esta es la contradicción conceptual profunda de la llamada “Cuarta Transformación”: creer que puede hacer una revolución (“pacífica”, pero revolución), con los instrumentos de la democracia.

No se puede. De ahí, quizá, el rasgo dominante del primer año de gobierno de López Obrador: grandes intenciones, pobres resultados.

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