
Cuando los tecnócratas pierden el relato, los populistas ocupan el escenario
Daniel Zovatto
Director y editor de Radar Latam 360
Vivimos una fase de polarización extrema y de expansión sostenida del populismo, un fenómeno que no puede explicarse únicamente por el malestar social ni por shocks externos. Como advierte el economista británico John Kay, parte central del problema reside en el fracaso de las élites tecnocráticas para ofrecer respuestas convincentes —no solo eficaces, sino también inteligibles— a las ansiedades acumuladas de amplios sectores de la sociedad. Durante las últimas dos o tres décadas, esas élites respondieron a preocupaciones legítimas con estadísticas, modelos y proyecciones que, aun siendo técnicamente correctos, resultaron políticamente estériles. La percepción dominante es clara: quienes han gobernado, regulado y administrado el sistema durante los últimos veinte o treinta años no han cumplido con las expectativas que prometieron.
Kay subraya un punto decisivo: los seres humanos no procesan la realidad en términos de probabilidades, sino a través de relatos. Cuando el mundo se vuelve complejo, incierto o incomprensible, y cuando los expertos pierden credibilidad, el espacio vacío no permanece neutral. Es ocupado por narrativas alternativas que simplifican la realidad, identifican culpables claros y prometen soluciones inmediatas. La veracidad de esas narrativas resulta secundaria frente a su capacidad de generar sentido y ofrecer certezas. Este mecanismo explica fenómenos tan diversos como el Brexit, el ascenso de Trump o el avance de fuerzas populistas en múltiples democracias desarrolladas.
El atractivo de estos liderazgos no radica únicamente en su mensaje, sino en la estructura emocional que proponen. Ofrecen explicaciones simples a problemas estructurales, conectan con la frustración y el resentimiento de quienes se sienten desplazados y prometen un cambio rápido bajo un liderazgo fuerte. A cambio, demandan confianza plena y un mandato amplio, frecuentemente presentado como necesario para actuar sin las “trabas” de reglas, procedimientos o contrapesos institucionales. El castigo a los “culpables” —élites, inmigrantes, medios, instituciones independientes— se convierte así en un componente central del contrato político implícito.
En este contexto, las explicaciones técnicas, complejas y matizadas compiten en clara desventaja. No solo porque son difíciles de comunicar, sino porque carecen de una dimensión narrativa capaz de movilizar emocionalmente. Las redes sociales amplifican esta asimetría: premian el mensaje simple, el conflicto y la polarización, y erosionan aún más la autoridad del conocimiento experto. El resultado es un ecosistema informativo en el que la emoción desplaza sistemáticamente a la evidencia.
La lección política es incómoda pero ineludible. Si los actores democráticos y racionales renuncian a disputar el terreno narrativo —si se limitan a administrar datos sin ofrecer una historia coherente sobre el pasado, el presente y el futuro—, el espacio será ocupado por quienes no tienen reparos en simplificar, distorsionar o mentir.
La defensa de la democracia liberal no pasa solo por mejores políticas públicas, sino por la capacidad de articular relatos creíbles que reconcilien complejidad con sentido, y evidencia con esperanza. Sin ello, la ventaja seguirá estando del lado de quienes prometen certezas fáciles en un mundo cada vez más difícil de entender y de gobernar democráticamente las complejas sociedades del siglo XXI.