
Discurso que el narrador y periodista pronunció el miércoles en Bellas Artes durante la presentación de su libro ‘Los nómadas de la noche’
Les voy a contar una historia. Había una vez una República. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades; presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. El pueblo sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas”.
Me habría gustado ser el autor del párrafo anterior, a manera de crítica a lo que destruyó en Cuba el sistema de gobierno sin libertades individuales ni elecciones libres en el que derivó la revolución de Fidel Castro.
Sin embargo, ese párrafo fue escrito por Fidel Castro mientras estaba preso por haber asaltado el segundo cuartel más importante de Cuba, iniciando así un movimiento armado para restablecer la democracia que había clausurado un golpe de Estado militar un año y medio antes, frustrando las elecciones generales de 1952, en las que, el entonces joven abogado Fidel Castro, estaba registrado para contender por un puesto de concejal.
No pretendo incordiarlos a ustedes con los alfileres de las fechas y los detalles históricos, pero Fidel Castro escribió ese párrafo en una carta que envió el 12 de septiembre de 1953 al periodista cubano Luis Conte Agüero. Es importante señalar que Luis Conte Agüero era periodista, porque una vasta red de medios escritos y electrónicos cubanos de entonces promovió, por vocación plural en muchos, por moda editorial otros, la llegada de Fidel Castro al poder.
Desde la prisión, Fidel Castro escribía con absoluta libertad de expresión, en la revista más importante de Cuba, artículos en contra del gobierno que lo tenía preso. La revista se llamaba (se llama todavía) Bohemia y cuando Fidel Castro llegó al poder la expropió enseguida para convertirla en una revista “del pueblo”. Y el dueño que le publicaba aquellos textos escritos en la cárcel, Miguel Ángel Quevedo, fue obligado a exiliarse en Miami, donde se mató de un tiro en la cabeza, después de dejar un testamento político que dice:
“Querrán presentarme como ‘el único culpable’ de la desgracia de Cuba. Y no niego mis errores ni mi culpabilidad; lo que sí niego es que fuera ‘el único culpable’. Culpables fuimos todos. Los periodistas que llenaban mi mesa de artículos demoledores contra todos los gobernantes, por sentirse halagados por la aprobación del pueblo.
No importa quién fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviese realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y destruirlos. El mismo pueblo que los elegía, pedía sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que compraba Bohemia, porque era vocero de ese pueblo.
Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara al poder.
Fue culpable el Congreso que aprobó la Ley de Amnistía para Fidel. Los comentaristas de radio y televisión que lo colmaron de elogios. Bohemia no era más que un eco de la calle. Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen”.
Debo reseñar, también, que la llegada de Fidel Castro al poder el primero de enero de 1959, con las promesas de elecciones libres y restitución de la Constitución de 1940, despertó una esperanza febril entre los cubanos, que ansiaban recuperar la sociedad que añoraba el propio Fidel Castro en su carta al periodista Conte Agüero, acerca de la urgencia de recuperar la Constitución, las leyes, las libertades; aquello de hablar y escribir con entera libertad y todo lo demás que garantizaba la democracia.
Sin embargo, muy pronto, tan velozmente que casi seis millones de cubanos ni se apercibieron de ello, la revolución de Fidel Castro, por la cual dieron vida y hacienda cientos de cubanos demócratas, se convirtió en una dictadura marxista-leninista-estalinista, asentada en fusilamientos sumarios, exilios masivos y encarcelamientos casi perpetuos, para convertir al gobierno en dueño de todos los medios de producción, con la prohibición de elecciones libres y las libertades de expresión, de reunión, de movilidad humana y de propiedad privada.
Un país donde los ciudadanos ni siquiera pueden ser dueños de reses o caballos, ya que el Estado es propietario de todas las reses y de todos los caballos, y únicamente se los presta al pueblo para que usufructúe la leche de las vacas y del trabajo de los caballos, pero no la carne. La carne de las vacas y de los caballos es del Estado. Y su venta y consumo son penados con años de cárcel.
Pero así suele circular la historia. Como escribe Mario Vargas Llosa:
“Periódicamente han surgido bandas fanáticas que creían en el baño de sangre purificador”.
Me extiendo ya (y seguramente empiezo a aburrir), pero el libro que presentamos esta noche intenta mostrar un relato mínimo de ese sistema de gobierno asentado desde hace 58 años a 210 kilómetros de Cancún. Además, el castrismo suele despertar simpatías en México por motivos históricos, culturales y de cariño de pueblo a pueblo. Pero no sólo aquí, la verdad es que Cuba despierta atractivo en medio mundo. Y, aunque corra el riesgo de empalagarlos a ustedes, les cuento rápidamente algunos de los motivos de esas simpatías:
Cuba tiene una historia singular, siempre fuera de proporción con su tamaño, ya que es una isla muy estrecha de mil kilómetros de largo. Cuando, tras su primer viaje, Colón difundió en España el Nuevo Mundo, era Cuba lo que describía. De Cuba zarpó Cortés hacia México. De Cuba partieron los otros conquistadores al continente. De Cuba salieron las primeras riquezas del pillaje español en América. En Cuba se construyeron la primera catedral y la primera universidad de América. Por su posición geográfica, la isla se convirtió en el lugar donde anclaba el poder de la metrópoli en el continente americano.
Y, debido a que durante siglos concentró las riquezas del imperio para que desde la isla fueran enviadas a Europa, Cuba fue una encrucijada marítima donde confluían dos abundancias: la de las ideas y las corrientes de pensamiento más ilustrado, que los vientos llevaban de un continente a otro; así como las mercancías preciosas del expolio español en América. Es decir, cultura y recursos económicos para expandir el conocimiento.
Incluso, años antes del triunfo de la revolución de Fidel Castro, en Cuba se formó el movimiento obrero más avanzado de América Latina y el primero en movilizarse sobre las tesis de la Tercera Internacional, lo cual se vio reflejado en la Constitución de 1940, concebida con base en la función social y la propiedad privada; la primera Constitución socialdemócrata de América Latina y la primera en aceptar el voto de la mujer, la jornada laboral de ocho horas, la semana laboral de cuarenta y ocho horas, las vacaciones pagadas de un mes, la indemnización por accidentes, los seguros sociales obligatorios, pensiones y el salario mínimo.
En lo económico, Cuba era un país emergente. La Habana era, junto con Viena y Londres, la mayor capital del mundo en proporción de habitantes. Sólo en la capital cubana había 18 periódicos, 32 emisoras de radio y cinco canales de televisión.
—Antes del triunfo de Fidel Castro, se construían en Cuba cinco mil edificios por año.
—Cuba era el principal productor de azúcar del mundo, la mitad de su tierra cultivable se dedicaba a la caña, con zafras de cinco millones y medio de toneladas.
—El 34 por ciento de la tierra se destinaba a la ganadería y la producción de alimentos, que eran suficientes para garantizar el 75 por ciento del consumo interno.
—Había igual cantidad de habitantes que vacas: seis millones; un automóvil por cada 40 personas, un teléfono por cada 38, un radio por cada seis y un televisor por cada 25.
—El Producto Interno Bruto per cápita era de 374 dólares. Sin embargo, más que eso, lo que vale la pena aclarar es que todos esos logros políticos, sociales y económicos se habían conquistado en Cuba antes del triunfo de la revolución de Fidel Castro.
Pero, siguiendo el curso de las primicias cubanas en América Latina, quiero referir otra: en Cuba surgió en 1945 uno de los primeros y de los más grandes políticos populistas demagogos de América Latina. Se llamó Eduardo Chibás, uno de los primeros políticos del mundo que empleó la radio como instrumento de campaña y de agitación de las masas.
Rodeado siempre de una multitud de devotos admiradores, el eslogan político de Chibás era “Vergüenza contra dinero”. Atacaba fervorosamente la corrupción y hacía acusaciones personales a sus adversarios. A pesar de su fuerte personalidad, su arraigo entre el pueblo y su carisma radiofónico, la vena de irracionalidad que había en aquel gran populista se fue agudizando con la edad.
Instigaba a las multitudes contra las instituciones, y sus discursos tenían cada vez más de la histeria que de la genialidad oratoria, pero siempre insistiendo en la necesidad de una revolución, de playas para el pueblo y de acabar con la corrupción.
El historiador inglés Hugh Thomas lo describió como “un extrovertido espectacular de neurótica persistencia”.
Existían en la democracia cubana, por supuesto, corrupción administrativa y desconfianza en las instituciones, pero estos defectos eran de quienes la ejercían, no eran de la democracia cubana, ni como idea ni como sistema. Por eso Chibás fue el gran sembrador de desconfianza y de sospecha en la democracia cubana, con sus gestos populistas y demagogos, que arrastraban multitudes.
Chibás era un hombre honesto, pero como un francotirador y crítico sistemático del sistema preparó sicológicamente al pueblo cubano para la aceptación del fin de la vida democrática que se había edificado desde 1902.
El verbo fanático de Chibás convenció a los cubanos de que sus instituciones democráticas no servían para nada, porque únicamente eran una cueva de Alí Babá llena de ladrones.
Como reafirmación del desajuste de su personalidad, Chibás se suicidó espectacularmente el cinco de agosto de 1951, de un disparo en el estómago, al finalizar un programa radial, en el que no pudo presentar pruebas de corrupción contra un ministro. Sin embargo, ya había hecho el daño: su “neurótica persistencia” consiguió destruir la vida política cubana y a una joven democracia que ya había realizado ocho elecciones presidenciales.
Chibás lo logró a costa de acabar con su propia vida y de destruir al partido político que había creado con amigos y familiares para llegar a la presidencia. Después de su muerte, Cuba se sumió en el caos: se sucedieron el golpe de Estado militar de Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952 y la implantación de la dictadura de Fidel Castro, a quien le sobrevive en el poder su hermano Raúl.
Al escribir acerca de Chibás y de lo que provocó al sepultar a la clase política cubana en la mitad del siglo pasado, Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, uno de los intelectuales más preclaros en la historia de Cuba, se preguntó en su ensayo “Promoción humana, realidad cubana y perspectivas”, escrito en 1994:
“¿Qué hubiese sido de la evolución de la civilidad en Cuba si el Dr. Eduardo Chibás, bueno, pero populista y desajustado, hubiese obtenido el poder de la Presidencia? Enemigo de todas las banderas políticas, ¿hubiese sido capaz de ejercer una autoridad progresivamente congregante? Cuestión futurible; lo que pudo haber sido y no fue; ¿especulación inútil?”
Pero especular no es inútil. Al contrario, debemos aprender de la historia. El populismo de Chibás hubiese hundido a Cuba como la hundió el de Fidel Castro, y como hundió el de Hugo Chávez a Venezuela. Porque el populismo se ceba también en los pueblos que olvidan y se acomodan.
La bonanza económica que en medio siglo provocó un aumento impactante de la clase media cubana, la democracia que venía en progresión creciente… todo ese largo intervalo de crecimiento, hizo perder a los cubanos el sentido de lo trágico. Perdieron el miedo al miedo. Olvidaron que los Estados pueden morir, que los levantamientos pueden ser irreparables, y que el temor puede convertirse en un medio de cohesión social.
Los nómadas de la noche. Cuba después de Castro, este libro editado por Cal y Arena, se puede leer (me gustaría que se leyese) como un lamento por el fin de una forma de vida que el populismo y la demagogia enterraron en Cuba.
Pero estos cataclismos de la historia los explican mejor los poetas. Escribe el francés Michel Houllebecq:
Cuando muere lo más puro
Cualquier gozo se invalida
Queda el pecho como hueco,
Y hay sombras por donde mires.
Basta con unos segundos
Para eliminar un mundo.
Muchas gracias.
Por Rubén Cortés, director general del diario La Razón
