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Javier Duarte, el ex gobernador priista de Veracruz aprehendido el Sábado de Gloria, es un escándalo esférico: como gobernador en funciones, como gobernador prófugo, como gobernador preso.

La opinión pública mexicana aborrece su caso al revés y al derecho. Mientras estuvo prófugo, por la complicidad política que lo había dejado escapar. Ahora que ha sido detenido, porque su captura le viene como anillo al dedo al reto electoral del gobierno, urgido de bonos en su batalla por el Estado de México.

Muchos lamentan el daño que Duarte y otros gobernadores le hacen a la imagen del país. Sin duda es un gran daño, pero, puestos a pagar por el desarreglo de los gobiernos locales mexicanos, es preferible el escándalo de gobernadores presos que el de gobernadores prófugos.

Los gobernadores presos son una raya de contención de la impunidad. Los prófugos son la impunidad buscando refugio. Los gobernadores presos son también una advertencia para gobernadores en funciones.

El escándalo es lamentable pero no su mensaje. Dice a todos los Javieres Duarte del país que la tolerancia pública para sus prácticas va en picada, y ellos con ella.

Javier Duarte es un caso extremo de excesos rutinarios en un paisaje de gobiernos locales cuyos usos y costumbres no se distinguen mayor cosa de los que Duarte llevó al delirio.

La fuente común de esos excesos, muchos de ellos legales, es la autonomía y la discrecionalidad con que los gobiernos de los estados ejercen sus finanzas públicas, es decir, por su mayor parte: los fondos que por distintos conceptos reciben de la Federación.

Estos gobernantes necesitan solo la aprobación de sus congresos locales para desviar fondos federales, sobreendeudarse, financiar ilícitamente campañas electorales, enriquecer a sus clientelas y a sí mismos con todo tipo de contratos, concesiones, obras fantasmas, burdas sobrefacturaciones o refinadas ingenierías financieras.

Duarte es solo la punta del iceberg de una institucionalidad torcida que produce Duartes. Es un monstruo estándar que estaba antes y seguirá después: una anomalía que se sale de su molde solo porque su torpeza inaudita atrae sobre él los reflectores de la justicia.

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