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Hay un espacio político intermedio entre que el gobierno no pueda aplicar la ley y se siente a conversar con los que la violan en mesas de diálogo que los premian como interlocutores.

Hay un espacio entre la debilidad para contener la protesta y volverla fuente eficaz de arreglos por su mayor parte impublicables.

Ser impotente ante la violencia o la ilegalidad de un movimiento es una cosa. Otra cosa es sentar a la mesa a los violentos y a los ilegales como interlocutores legitimados precisamente por su violencia y su ilegalidad.

El espacio intermedio es reconocer que el gobierno no puede contenerlos ni desmovilizarlos, pero tampoco les da legitimidad como interlocutores.

Es un espacio estrecho, pero practicable, podría formularse así: “Ni represión ni diálogo”, dejando claro ante la sociedad el lenguaje desnudo de los hechos.

El lenguaje de los hechos es que el débil Estado mexicano no puede contener ni reprimir sus protestas ilegales, porque reprimirlas puede desencadenar violencias e ilegalidades mayores, y porque su sociedad se vuelve a las primeras de cambio contra él.

Pero el lenguaje de los hechos diría también que el Estado no reconoce los comportamientos violentos y delictuosos como una forma efectiva de llegar a la negociación, de hacer política.

Una fórmula alternativa de este espacio intermedio sería: “Ni represión ni diálogo”.

Es decir, que ni el Estado aplica la ley a rajatabla ni los protestantes adquieren legitimidad violando la ley.

Quedaría claro ante la opinión pública que el Estado es débil, pero no tanto como para además ser obsecuente. Quedaría clara la situación real: el gobierno no puede imponer condiciones a quienes lo desafían ilegalmente, pero estos tampoco pueden imponerlas al gobierno.

Se crearía una especie de empate táctico en el que los protestantes ilegales desgastarían al gobierno, pero no obtendrían de éste ni un gramo de legitimidad.

Quedaría claro ante la sociedad que, en efecto, el gobierno no puede contener ni reprimir las protestas ilegales, pero tampoco les da calidad de interlocutores públicos.

Premiar a los ilegales y los violentos con mesas de negociación establece una pedagogía pública que lejos de resolver los conflictos simplemente los multiplica.

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