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Hoy voy a cometer una herejía económica: decir que el “súper peso” no es el milagro que nos han vendido.

Porque en México, cuando algo brilla demasiado, conviene preguntar de dónde viene la luz… y quién está pagando el recibo.

La 4T ha presumido la fortaleza del peso como prueba irrefutable de que la economía va bien. El mensaje es simple y políticamente cómodo: si el peso está fuerte, el país está fuerte.

El problema es que la economía no funciona como discurso de mañanera. Y el tipo de cambio, mucho menos.

Es cierto: el peso se ha visto fuerte, incluso inusualmente fuerte. Pero no nos engañemos. Esa fortaleza no es resultado de un milagro productivo mexicano, sino de una combinación de factores que poco tienen que ver con que aquí todo esté mejorando.

Por un lado, el contexto externo. El dólar global anda débil, presionado por la enorme deuda de Estados Unidos y las dudas crecientes sobre su trayectoria fiscal a largo plazo. Eso ha empujado capitales a buscar refugio en otros mercados.

Por el otro, los factores internos. El Banco de México decidió mantener las tasas de interés altas más tiempo que la mayoría de los países emergentes. ¿El resultado? La llegada de capitales de corto y mediano plazo, el famoso carry trade: dinero que entra, gana intereses… y puede salir con la misma rapidez con la que llegó.

México no se volvió de pronto una potencia económica, pero sí apareció como un destino “menos riesgoso” frente a otros países emergentes más inestables. Ayuda una disciplina fiscal aceptable, una inflación relativamente contenida —en parte gracias al propio peso fuerte— y la ausencia de choques graves con el sector privado.

El problema es que el “súper peso” también tiene un lado B que rara vez se menciona en los discursos oficiales.

Para millones de familias que dependen de remesas, cada dólar convertido rinde menos pesos. El dinero alcanza menos, aunque el tipo de cambio se presuma como victoria.

Diversos sectores exportadores, sobre todo los más pequeños o con menor capacidad de cubrir riesgos cambiarios, pierden competitividad frente a competidores de otros países. Un peso tan apreciado no siempre es una buena noticia para quien vive de vender al exterior.

Y hay algo todavía más delicado: buena parte de esta fortaleza no responde a la economía real, sino a movimientos financieros globales. Es decir, lo que sube rápido también puede caer rápido.

Sí, el peso fuerte ha ayudado a contener la inflación, y ese beneficio es real para el bolsillo de la mayoría. Pero no ha resuelto los problemas estructurales del país: el crecimiento sigue siendo bajo, la informalidad ronda el 55%, el poder adquisitivo de los salarios avanza poco y la generación de empleos de calidad continúa siendo insuficiente.

Confundir un tipo de cambio fuerte con una economía fuerte es un error clásico. El peso puede servir como termómetro del apetito global por riesgo, pero dice muy poco sobre el bienestar cotidiano de los mexicanos.

La estabilidad cambiaria es valiosa, sin duda. Pero no sustituye al crecimiento sostenido, al aumento de la productividad, a la formalización del empleo ni a una mejora real y duradera del ingreso de las familias.

El “súper peso” ayuda, sí. Contiene la inflación y genera una sensación de estabilidad que no es menor. Pero no crea empleos, no formaliza la economía, no mejora salarios ni corrige décadas de rezago.

Confundir un peso fuerte con un país fuerte es una trampa conocida. El tipo de cambio puede estar de fiesta mientras la economía real sigue trabajando horas extra por sueldos que no alcanzan.

Por eso el “súper peso” no es trofeo ni maldición. Es un espejismo. Uno que refleja más las debilidades del dólar y los movimientos del dinero global que los méritos propios de México.

Celebrarlo sin contexto es propaganda. Demonizarlo sin matices, simplismo.

La economía no se mide en aplausos ni en gráficas para redes sociales. Se mide en ingresos, empleo y bienestar. Y ahí, por ahora, el “súper peso” sigue debiéndonos la parte más importante del milagro.

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