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Hace treinta años entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), un acuerdo comercial que transformó para siempre a México.

La revista Nexos dedicó toda su edición del mes de enero a revisar el saldo de esta mutación, quizá la más importante para nosotros desde la Revolución mexicana. El resultado es un mural de claroscuros.

La integración regional nos abrió al mundo, modernizó nuestra economía y trajo prosperidad a muchos mexicanos. Pero también profundizó desigualdades, obligó a millones a migrar en busca de oportunidades, hizo estragos en sectores productivos enteros y en las formas de vida de algunos de los mexicanos más vulnerables.

El TLCAN cumplió con creces sus propósitos de integración comercial norteamericana. Pero México no alcanzó lo que esperaba, quizá porque esperaba de más, como con su tránsito a la democracia.

El hecho es que, treinta años después de aquel acuerdo comercial, hay en México una planta industrial exportadora de clase mundial. Pero junto a ella persiste la baja productividad del resto de la economía, por su mayor parte informal, y el país vive un triste auge de ilegalidad y crimen.

Conviven en el tratado, absurdamente, las reglas de libre movimiento para mercancías y la antigua prohibición al paso de personas. Resultado actual: un recrudecimiento de la persecución de migrantes.

Al sueño, implícito en el tratado, de una nueva era de coexistencia y amistad trinacional, se asoma con brutalidad el discurso antimigrante, que tiene su extremo en el discurso de odio de Donald Trump y en los millones de votantes que pueden hacerlo de nuevo presidente de Estados Unidos.

Pareciera que la América del Norte real pudo cumplir sólo con una parte de la aspiración de aquel tratado, cuya vigencia, sin embargo, es hoy la plataforma de otra época posible de expansión económica trinacional, por efecto del nearshoring y el regreso a casa de las inversiones en Asia y China.

El TLCAN es en muchos sentidos un proceso cumplido, en otros aspectos un sueño fracasado, pero, como todo cambio largo, es una historia en curso, viva, que no ha dicho su última palabra.

Fue, eso sí, una transformación profunda, desafiante y duradera.