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Mi papá vivió casi 50 años medicado: en sus treintas sufrió un primer infarto —justo después del terremoto que destruyó Managua en diciembre de 1972—. Ocho años más tarde —por el estrés de la guerra y del exilio a México— padeció otros dos infartos. Décadas venideras el doctor lo sentenciaría: cuando los niveles de creatinina lleguen a cierto nivel tendrás que dializarte, manifestó tajante. Una cantidad asombrosa de medicamentos tomados tres veces al día por 50 años le pasan factura al par de riñones que nos vienen de fábrica. Mi padre tuvo una charla con mi hermana y conmigo y nos dijo que no lo obligáramos, que prefería morir por la falla renal a ser pinchado por las diálisis hasta el fin de sus días. Nosotras respetamos el acuerdo, pero cuando llegó el momento en el que sus riñones ya no podían sostenerlo decidió dializarse peritonealmente todos los días que le restaran: su riñón era una máquina externa que lo obligaba a conectarse 12 horas los 365 días del año. Mi hermana, mi madre y yo aprendimos a dializarlo manualmente en caso de necesidad. Y hubo necesidad. Ese miércoles cinco de diciembre de 2018 yo lo había dializado y desconectado de manera manual. Él tenía frío y lo cubrí de frazadas, lo besé en la frente y me dijo: “Te quiero, flaquita, hasta mañana”. Mi madre lo dializaría de nuevo por la noche. Volví a las seis de la mañana apremiada por el llamado de socorro de mi madre, lo encontré aún tibio y sonriente. Cuando lo descobijé para revisarlo, sus manos y piernas estaban relajadas: murió mientras dormía, ni cuenta se dio. A partir de ese diciembre todos mis diciembres cambiaron. Las alegrías y las risas de esas navidades fueron impostadas; viví una realidad alterna donde la dicha de los demás parecía lejana y fuera de contexto, me preguntaba ¿cómo pueden reír en un mundo donde impera la tristeza? El frío fue la única estación que me habitó, se canceló mi primavera y apenas pude entrar en calor hasta el verano del año siguiente.

El dolor de su partida es un ruido parecido al tinnitus, presente y constante. Se aminora si hay otros ruidos —o distractores— y se puede, a ratos, dejar de pensar en él, pero cada diciembre me asegura que jamás dejará mis oídos. Debo aprender a vivir con el ruido, pero cada pérdida —y han sido muchas— me trae su recuerdo.

En diciembre hay una obligación social a ser feliz; los buenos deseos y las felicidades se prodigan como si de sembrar arroz se tratase. Irónicamente, para muchos, es el mes más triste y solitario del año y la nostalgia gobierna desde la entraña. Conforme pasan nuestros años los villancicos repican lejanos y desafinados, como si se cantasen bajo el agua. 

Confieso que yo, como E. M. Forster, “me gusta la Navidad en conjunto: a su torpe manera acerca la paz y la buena voluntad, pero es más torpe cada año”, y me hago la misma pregunta de Salman Rushdie, ¿qué clase de regalo le pediría Jesús a Santa Claus? Yo, volver a abrazar a mi papá.