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El abogado Marco Antonio del Toro pide que me fije en los rompecabezas enmarcados como cuadros en las paredes de los pasillos de la torre médica del penal de Tepepan. Son rompecabezas de pinturas de Orozco, Tamayo, Frida, Diego, que Elba Esther Gordillo ha armado con otras internas enfermas en estos dos años y medio. Comemos empanadas de piña en un cafecito afuera del penal. Esperamos la luz verde para visitarla en su habitación. Dos de la tarde del viernes 14 de agosto.

Del Toro me habla de las discusiones con la maestra porque ella no quiere irse únicamente con el beneficio de la prisión domiciliaria, sino absuelta: “En los momentos más duros, me ha llegado a decir: ‘abogado, de aquí usted me saca inocente o con los pies por delante’”.

Recibimos la señal, cruzamos la calle, pasamos los filtros y en menos de cinco minutos estamos ante los rompecabezas de la planta baja. En efecto, hay varios. De cientos y de miles de piezas. Destaca La vendedora de flores de Diego Rivera. En esta clase de visitas me queda la duda de si el lugar es así de limpio o los directores arman una escenografía para impresionar, pero la torre médica de Tepepan brilla como el mejor hospital de nuestros gloriosos institutos de salud.

Subimos por el elevador. Me tensa imaginar a la mujer que voy a encontrar. No la veía desde mayo de 2012, cuando la entrevisté en televisión y me dijo, elegantísima, soberbia, que dejaría el mando del sindicato sólo si los maestros se lo pedían. Pero contra lo que suponía, Elba Esther no está derrotada en lo físico. Me recibe en la puerta de su habitación al fondo del pasillo del área de hospitalización.

“Me bañé porque me dijeron que iba a venir”, bromea mientras nos damos un abrazo largo. Siento el pelo húmedo, huele a jabón. Trae chamarra y pants comunes y corrientes. Quizá unos kilos de más que en mayo de 2012. El cutis impecable. Las lágrimas saltarán en cualquier frase. Pero siempre recuperará el porte. 30 meses encerrada en estos 20 metros cuadrados, con un florero, una canasta de dulces y una ventana esmerilada, no han destruido al personaje de Elba Esther Gordillo, la poderosa líder del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.

—Voy a regresar, Ciro, voy a regresar —repite al sentarnos frente a frente en la mesita al lado de la cama; me ofrece una botella de agua y pide que la deje tomar mis manos, “para cargarme de energía”; cierra los ojos, aguardo.

—Es atroz lo que le están haciendo, maestra, bastaría que mostrara su credencial de elector para probar su edad e irse de aquí —le digo antes de concentrarnos en el tema de la audiencia de este lunes, en la que debe quedar encaminada la resolución favorable a la prisión domiciliaria.

—Pero para mí es mucho más importante obtener las sentencias que me declaren inocente por los delitos inventados.

—¿Sí quiere irse a su casa?

—Lo aceptaré porque es mi derecho y hay cosas familiares, dolorosas, que quiero atender de cerca. Pero no voy a descansar hasta probar mi inocencia por esos delitos que me inventaron. ¡Lavado de dinero, delincuencia organizada, por favor!

De alguna parte de la cama a mi espalda suena en volumen bajo la Pequeña serenata nocturna de Mozart. Y luego los conciertos para piano. Mozart. Tepepan.

—¿Siempre música clásica, maestra?

—No siempre, a veces hasta algunas canciones que me dan ganas de bailar.

—Es brutal la tristeza en las caras de las mujeres en las habitaciones de al lado.

—Armo rompecabezas con ellas. A mí sí me vienen a ver, pero a ellas las abandonan. Se acusa a los secuestradores, a los ladrones, pero olvidamos que no tienen nada. Si tuvieran una caricia al día, su vida sería diferente. No sabe cuánto ayuda armar los rompecabezas. Ahora vamos a hacer un Picasso.

Le pido que regresemos al punto, que regresemos a Elba Esther Gordillo.

MENOS DE 140. Mañana: “Parece que quisieran forzarme a romper el silencio”.

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