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Tenía yo nueve años de edad cuando por una eventualidad de chamaco travieso se me incendió con gasolina la camisa que traía puesta y sufrí quemaduras de tercero y segundo grado en el pecho y en el cuello. Recuerdo los intensos dolores de mi cuerpo sometido a las llamas y los posteriores durante una curación que me mantuvo inmóvil en cama durante algunas semanas. Afortunadamente, con la edad, las consecuencias del fuego sobre mi piel de niño casi desaparecieron. Con el crecimiento las cicatrices del cuello bajaron al pecho donde aún conservo una leve huella que me recuerda el doloroso incidente.

Aquel percance me hizo considerar que la muerte por achicharramiento está entre las más dolorosas. Tal vez sea la más desgarradora. Más aún cuando el que recibe los efectos del fuego se percata de que no puede liberarse de éste; y así, sin escape, tarde o temprano, morirá arrasado por las llamas. Cuando la muerte por quemaduras es provocada, esa manera de morir es la más inhumana.

Yo que viví el trauma del dolor que provoca el fuego, siento gran indignación por lo ocurrido el lunes de la semana pasada en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuando 40 migrantes procedentes de Centro y Sudamérica que se hallaban bajo la “protección” del gobierno mexicano, murieron quemados o asfixiados y otros 27 fueron hospitalizados, como consecuencia del incendio que se suscitó al interior del Centro de Detención de Migrantes —eufemismo usado para definir unas mazmorras con los peores servicios de higiene, alimentación y trato— con el agravante de que los muertos y los hospitalizados estaban encerrados bajo llave sin que hubiera un ser humano misericordioso que les abriera la puerta para que se salvaran de las llamas y del humo.

Se ha dicho que fueron los propios migrantes quienes, al encender un colchón, ocasionaron el incendio, pero lo hicieron como una manera de protestar por la violación de sus Derechos Humanos. El incendio se salió de control y, tal como lo denunció el abogado Jorge Vázquez Campbell, presidente de la barra y colegio de abogados defensores de refugiados, el delegado del Instituto Nacional de Migración (INM) en Chihuahua, con sede en Ciudad Juárez, el contraalmirante retirado Salvador González Guerrero, ordenó poner candados a las celdas y no abrirlas. Así los Derechos Humanos de los 40 muertos y los 27 lesionados centro y sudamericanos fueron calcinados.

Un venezolano, Jason N, presunto incendiario del colchón, así como Adán N, guardia de la empresa de seguridad Tank, y los agentes de migración Rodolfo N, Daniel N y Gloria Liliana N, son hasta el momento los detenidos como supuestos responsables de los hechos.

Mientras tanto en el Senado de la República, Morena y sus aliados PT y Verde Oportunista, evitaron la comparecencia de Adán Augusto López, secretario de Gobernación y de Marcelo Ebrard, de Relaciones Exteriores, para que dieran una explicación y deslindaran responsabilidades sobre el genocidio juarense; a lo más que se llegó fue a citar al titular del Instituto Nacional de Migración, Francisco Garduño, un mando medio de dudosa reputación.

Rosa Icela Rodríguez, secretaria de Seguridad Pública Ciudadana, en su carácter de coordinadora del gabinete se Seguridad, en conferencia de prensa en Palacio Nacional, aseguró que todos los posibles implicados en la tragedia “serán citados a rendir declaración (…) de ninguna manera se ocultarán los hechos ni se protegerá a nadie. En este gobierno se castigan los abusos y violaciones a los Derechos Humanos”. Aquí el redactor sintió un déjà vu. “Se realiza una investigación seria y profesional —prosiguió Rosa Icela— hasta llegar a la verdad que encabeza la Fiscalía General de la República”. (Instancia a cargo de Alejandro Gertz Manero, un funcionario que trabaja menos que el sastre de Tarzán).

¿Los 40 de Ciudad Juárez, serán para el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, el equivalente a los 43 de Ayotzinapan para el gobierno de Enrique Peña Nieto?