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El magistrado Humberto Navarro, con quien tuve oportunidad de realizar el servicio social, me advertía que cuando llegaban a él asuntos de potencial impacto mediático o implicaciones políticas, de entrada había desventaja en la aplicación de un juicio objetivo porque el análisis se enrarecía de prejuicios o intereses que buscaban llevar la balanza hacia alguno de los extremos, con o sin razón.

La verdad histórica, término eminentemente técnico para señalar que se ha llegado a una verdad (no necesariamente la real, pero la más cercana) basada en evidencias varias –pruebas, testimonios, confesiones, entre otros- sirve para avanzar hacia el juicio y con ello aplicar la ley en contra de los presuntos responsables, reparar el daño y, por tanto, llegar a hacer justicia.

El tema es que muchas verdades históricas terminan siendo verdades políticas –o se orilla a que así sean- por conveniencia de quienes están de uno u otro lado de la litis.

El caso Ayotzinapa se ha enrarecido desde su origen. Es un asunto jurídico pero de grandes vertientes políticas.

Nadie duda que el mayor agravio social tras el asunto de la desaparición de los jóvenes es no sólo el hecho de que aún se desconozca su paradero y la manera en que se consumó su desaparición forzada, sino que aún siguen prevaleciendo en varias entidades de la República condiciones similares a las que llevaron a los hechos de aquella noche en Iguala.

Ahí está Veracruz donde existen circunstancias similares y un aparente modus operandi de desaparición, de iguales características.

El agravio a la sociedad –no únicamente de los padres de los estudiantes normalistas- es la colusión de policías con delincuentes que sigue prevaleciendo, generando zozobra en la población que –como en Acapulco- se siente indefensa a pesar de la fuerte presencia de militares, marinos y federales.

En el caso Iguala no se ha llegado a la verdad histórica plena en que haya consenso. Y difícilmente lo habrá ante la persistencia de algunos sectores que están interesados en la verdad política.

El Grupo Interdisciplinario de  Expertos Independientes (GIEI) –que fue llamado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos- para coadyuvar en las investigaciones ha asumido una posición crítica en todo el proceso de integración de la averiguación previa.

Si bien las recomendaciones del GIEI han ido en la vía de fortalecer el proceso indagatorio –señalando algunas dudas y omisiones-, algunas reflexiones expresadas por varios de sus integrantes en medios de prensa y diversos foros han dado como resultado percepciones, especulaciones e interpretaciones más políticas que jurídicas. No porque ellos lo hayan querido, a menos que lo hayan inducido.

Al final, se ha situado en la opinión de algunos sectores a los miembros del GIEI como fiscales y no coadyuvantes, colocando su verdad como la cierta por encima de la que ha intentado integrar la Procuraduría General de la República, con lo cual abrió un amplio espacio para minar toda credibilidad en la indagatoria, en cada una de sus partes.

En el proceso de investigación –la construcción de la verdad histórica- siempre surgen dificultades para la acumulación de evidencias. La confesional ya no es prueba plena. Y los testimonios –como en la obra Rashomon, de Akira Kurosawa- siempre darán una visión distinta de los sucesos aunque existan rasgos comunes de cierta realidad.

Varios de los 138 detenidos en el caso Ayotzinapa arguyen haber sido torturados –clásico señalamiento legal de los defensores para echar abajo las imputaciones- en un mal momento en que se han exhibido públicamente las atroces acciones de mujeres policías y militares, así como de elementos de la Bancaria Industrial.

Hay extremos en la opinión pública. Y un claro sentido de polarización.

El planteamiento del Grupo de Expertos acerca de que hubo omisiones en el curso de las investigaciones, particularmente en la etapa inicial de levantamiento de pruebas, ha dado como resultado que muchos grupos y personas apunten a insistir que con ello queda claro que hay un supuesto afán de algún tipo de encubrimiento de los hechos.

Pero también otros sectores -incluyendo ahora al editorialista de The New York Times- han insistido que ha faltado voluntad política del Gobierno mexicano para avanzar en el esclarecimiento del paradero de los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa y, en particular para establecer los móviles. Falsa premisa si se hiciera un balance del cúmulo de reuniones y el compromiso de esclarecimiento.

Pareciera que se quiere orillar a una verdad política que reconozca la comisión de un Crimen de Estado en los hechos de Iguala y no sólo de una desaparición forzada a manos de agentes municipales, como el mismo GIEI ha reconocido.

En todo caso, el verdadero Crimen de Estado consistiría no en la comisión de hechos delictivos en que incurrieron agentes policiacos de Guerrero –coludidos con la delincuencia organizada- y supuestamente otras autoridades, sólo por ser entes del Estado.

El Crimen de Estado sería ignorar que se han sacrificado y siguen sacrificando personas –como ocurre en Veracruz y otras entidades del país-, resultado de esa liga entre agentes del Estado coludidos con la delincuencia organizada, y que se puede estar dejando espacio a la indiferencia o la aceptación, quedando los hechos como un mero asunto policiaco.

Por ello no caben las posiciones timoratas y de cálculo político que se han asumido en el ámbito legislativo que han alentado o negociado el marco legal para avanzar en una legislación robusta que detenga y castigue con mayor severidad la impunidad y la corrupción, así como que evite la dispersión de los cuerpos policiacos.

Puede ser o no aceptable la verdad histórica (jurídica o procesal); habrá que revisarla y perfeccionarla (hablando en términos jurídicos), pero menos es conveniente una verdad política que busque congraciarse para quedar bien con todos, o con grupos y personas en particular. Ese sería otro agravio, mayor.

PostScriptum.- “Sólo hay una verdad absoluta: que la verdad es relativa” habría dicho André Maurois.