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La semana pasada el Senado de Estados Unidos le otorgó al presidente Obama una especie de fast track para finalizar el ingreso de Estados Unidos (EU) al Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica, mejor conocido como el TPP, por sus siglas en inglés (Trans-Pacific Partnership).

El TPP es un tratado de libre comercio multilateral cuyo objetivo es reducir las barreras al libre comercio, tanto arancelarias como no arancelarias, entre un grupo de países que en conjunto representan 40% del PIB global. El grupo de 12 países que participan en el TPP incluye a los fundadores del acuerdo: Chile, Brunei, Nueva Zelanda y Singapur; y a Australia, Canadá, EU, Japón, Malasia, México, Perú y Vietnam.

Con el fast track aprobado por el Senado de EU todo indica que las negociaciones de los acuerdos finales del TPP culminen en los próximos meses y que su entrada en vigor ocurra en el 2017, después de que sea ratificado por los poderes legislativos de cada país.

Con el fin de evaluar el potencial beneficio de la adhesión de México al TPP y no incurrir en expectativas irreales, vale la pena revisar cuál ha sido la experiencia de México en otros tratados comerciales de gran envergadura, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por su sigla en inglés).

Aunque a nadie le cabe duda que el NAFTA ha tenido un impacto muy importante en términos de comercio internacional entre los tres países que conforman la región, hay algo de razón en aquellos que argumentan que el NAFTA no cumplió totalmente con las expectativas; sin embargo, también puede ser verdad que las expectativas iniciales, que fueron usadas como herramienta de venta por los políticos en los tres países, fueron demasiado optimistas.

En el caso de México, uno de los hechos irrefutables destacados por los detractores del NAFTA es que el nivel de vida para la gran mayoría de los mexicanos no ha tenido una mejora tangible en los últimos 20 años. Aunque el NAFTA ha tenido un impacto positivo muy tangible en varios sectores, su contribución no ha sido suficiente, por sí sola, para transformar a México en una economía desarrollada o por lo menos para cerrar la brecha ante sus dos principales socios comerciales.

A pesar de esta realidad, sería injusto atribuir esta situación únicamente al NAFTA, ya que hay muchos otros factores que han frenado el desarrollo de nuestro país y que no tienen nada que ver con el libre comercio.

Uno de los principales frenos al desarrollo que ha enfrentado México es la falta de crecimiento en la productividad que en la opinión de este columnista tiene poco que ver con el NAFTA, y mucho que ver con la falta de voluntad política, durante casi 20 años, para impulsar cambios estructurales en un marco regulatorio viciado y anacrónico en varios sectores clave que fomenta la corrupción y la búsqueda de rentas en lugar de la competencia. No obstante, México se encuentra ante una oportunidad histórica que no puede desaprovechar. México debería ser un beneficiario natural del cambio de paradigma económico en China, heredando parte importante de la fortuna manufacturera de ese país.

México tiene todo para convertirse la central manufacturera y logística de América del Norte, pero para lograr eso debe seguir empujando los cambios estructurales que le permitan ser más productivo y más competitivo. Las reformas estructurales son una condición necesaria más no suficiente, ya que el reto principal viene en su implementación y ejecución.

A diferencia de lo sucedido en los últimos 20 años, durante los próximos 20 todos estos cambios estructurales y relaciones comerciales deberían profundizarse y traducirse en más crecimiento, más oportunidades de empleo y un mejor nivel de vida para la población.